b. La fidelidad

19. El segundo bien del matrimonio que dijimos había mencionado San Agustín es la fidelidad, que consiste en la lealtad mutua de los cónyuges en el cumplimiento del contrato conyugal, de modo que lo que en virtud de este contrato, sancionado por ley divina, se le debe únicamente al otro cónyuge, no se le niegue a dicho cónyuge ni se le permita a ningún otro; ni a ese mismo cónyuge se le conceda lo que, en cuanto contrario a los derechos y leyes divinos y totalmente opuesto a la fidelidad conyugal, jamás puede concederse.

a) La unidad

20. Esta fidelidad exige, por tanto, en primer lugar, la absoluta unicidad del matrimonio, que el propio Creador preestableció en el matrimonio de los primeros padres cuando quiso que éste no existiera sino entre un único hombre y una única mujer. Y, aunque después Dios, supremo Legislador, suavizó temporalmente esta primitiva ley, ninguna duda queda, en cambio, de que la ley evangélica restauró íntegramente aquella primitiva y perfecta unidad y derogó toda dispensa, como claramente muestran las palabras de Cristo y el modo constante de enseñar y proceder de la Iglesia. Con razón, por consiguiente, el santo concilio de Trento declaró solemnemente: «Que con este vínculo se ligan y unen nada más que dos lo enseñó nuestro Señor Jesucristo cuando... dijo: Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne».

21. Y Cristo Nuestro Señor no quiso solamente condenar cualquier forma de las llamadas poligamia y poliandria, tanto sucesiva cuanto simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino que, para conservar siempre inviolables los sagrados valladares del matrimonio, prohibió también hasta los mismos pensamientos voluntarios y los deseos de todas estas cosas: Pero yo os digo que todo aquel que mirare a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio en su corazón. Palabras de Cristo que no pueden anularse ni siquiera por el mutuo consentimiento de las partes, pues manifiestan una ley de Dios y de la naturaleza que jamás voluntad alguna de hombre podrá quebrantar o torcer ".

22. Más aún: hasta la misma familiaridad mutua entre los cónyuges, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el debido brillo, debe estar presidido por la nota de la castidad, de modo que los cónyuges se comporten en todo conforme a la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren siempre seguir la voluntad del sapientísimo y santísimo Creador con suma reverencia para con la obra de Dios.

b) Amor y perfeccionamiento mutuo

23. Y ésta, que San Agustín llama, con gran acierto, fidelidad de la castidad, brotará más fácil y también mucho más próspera y noble de otro importantísimo capítulo: del amor conyugal, que penetra todas las obligaciones de la vida conyugal y tiene en el matrimonio cristiano cierta primacía de nobleza. «Exige, además, la fidelidad del matrimonio que el marido y la esposa estén unidos con un singular amor, santo y puro; que se amen no como los adúlteros, sino como Cristo amó a su Iglesia; prescribió, en efecto, esta regla el Apóstol cuando dijo: Hombres, amad a vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia; a la cual ciertamente amó con aquel amor suyo infinito, no por su bien propio, sino proponiéndose exclusivamente el bien de la Esposa». Amor decimos, pues que no se funda en sólo el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni solamente en dulces palabras, sino que radica en el íntimo afecto del alma y se demuestra en obras, ya que obras son amores. Y en la sociedad doméstica estas obras comprenden no sólo el mutuo auxilio, sino que necesariamente deben extenderse, más aún, deben tender, en primer lugar, a la ayuda mutua de los cónyuges en orden a la formación y perfeccionamiento progresivo del hombre interior, de modo que por medio de este consorcio mutuo de vida crezcan de día en día en las virtudes y, sobre todo, crezcan en el verdadero amor de Dios y del prójimo, de que, en fin de cuentas, penden la Ley y los Profetas. 0 sea, que todos, cualesquiera que sean su condición y el género honesto de vida que lleven, pueden y deben imitar ese ejemplo absoluto de santidad propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Nuestro Señor, y, con la ayuda de Dios, llegar incluso a la más alta cima de la perfección cristiana, como atestigua el ejemplo de muchos santos.

24. Esta mutua conformación interior de los esposos, este constante anhelo de perfeccionarse recíprocamente, puede incluso llamarse, en un sentido pleno de verdad, como enseña el Catecismo Romano, causa y razón primaria del matrimonio, siempre que el matrimonio se entienda no en su sentido más estricto de institución para la honesta procreación y educación de la prole, sino en el más amplio de comunión, trato y sociedad de toda la vida.

c) La obediencia

25. Por este mismo amor deben ir informados los restantes derechos y deberes del matrimonio, de modo que no sólo sea ley de justicia, sino también norma de caridad, aquello del Apóstol: Satisfaga el marido su débito a la mujer; e igualmente, la mujer al marido.

26. Consolidada, por último, la sociedad doméstica con el vínculo de este amor, es necesario que florezca en ella lo que San Agustín llama jerarquía del amor. Jerarquía que comprende tanto la primacía del varón sobre la esposa y los hijos cuanto la diligente sujeción y obediencia de la mujer, que recomienda el Apóstol en estas palabras: Estén sujetas las mujeres a sus maridos como al Señor, pues que el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia.

27. Esta obediencia no niega, sin embargo, ni suprime la libertad que con pleno derecho corresponde a la mujer, tanto por la dignidad de la persona humana, cuanto por sus nobilísimas funciones de esposa, de madre y de compañera; ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera apetencias del marido, menos conformes acaso con la condición y dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que la mujer haya de estar equiparada a las personas calificadas en derecho de menores, a las que no suele concederse el libre ejercicio de sus derechos o por insuficiente madurez de juicio o por desconocimiento de los asuntos humanos; sino que prohíbe aquella exagerada licencia que no se cuida del bien de la familia, prohíbe que en este cuerpo de la familia se separe el corazón de la cabeza con grave daño y con próximo peligro de ruina. Porque, si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene la primacía del gobierno, ésta puede y debe reivindicar para sí como propia la primacía del amor.

28. Esta obediencia de la esposa al marido, además, puede ser diversa cuanto al grado y al modo, conforme las diversas circunstancias de personas, lugares y tiempos; es más, si el marido faltare a sus obligaciones, corresponde a la esposa hacer sus veces en la dirección de la familia. Pero torcer o destruir la estructura misma de la familia y su ley principal, constituida y confirmada por Dios, eso no es lícito ni tiempo ni en lugar alguno.

29. Muy sabiamente enseña nuestro predecesor León XIII sobre el mantenimiento de este orden entre la esposa y el marido, en su citada encíclica sobre el matrimonio cristiano: «El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer; la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, deberá someterse y obedecer al marido no como esclava, sino como compañera, de modo que jamás estén ausentes de la prestación de esta obediencia ni la honestidad ni la dignidad. Sea el amor divino el perpetuo moderador del deber de cada uno, tanto del que manda cuanto de la que obedece, ya que ambos son imágenes, el uno de Cristo y la otra de la Iglesia» .

30. En el bien de la fidelidad, por consiguiente, van implicadas unidad, castidad, amor y obediencia noble y honesta, que en la diversidad de sus nombres encierra otros tantos beneficios de los cónyuges y del matrimonio, y en los cuales se sustenta sobre seguro y se desarrollan la paz, la dignidad y la felicidad conyugal. No es extraño, por tanto, que la fidelidad se haya contado siempre entre los más excelsos y peculiares bienes del matrimonio.

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