LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO

Homilía de S.S. Juan Pablo II en la Misa celebrada en la catedral de San Sebastián

«Se celebró una boda en Caná de Galilea» (Jn 2, 1).


1. Hoy la liturgia nos conduce a Caná de Galilea. Una vez más tomamos parte en las bodas que allí se celebraron, y a las que fue invitado Jesús, al igual que su madre y los discípulos. Este detalle lleva a pensar que el banquete nupcial tuvo lugar en casa de conocidos de Jesús, pues también él se crió en Galilea. Humanamente hablando, ¿quién hubiera podido prever que esa ocasión iba a constituir, en cierto sentido, el inicio de su actividad mesiánica? Y, sin embargo, así sucedió. En efecto, fue allí, en Caná, donde Jesús, solicitado por su madre, realizó su primer milagro, convirtiendo el agua en vino.
El evangelista Juan, testigo ocular de acontecimiento, describió detalladamente el desarrollo de los hechos. En su descripción todo aparece lleno de profundo significado. Y, dado que nos hallamos aquí reunidos para participar en el Encuentro mundial de las familias, debemos descubrir poco a poco estos significados. El milagro realizado en Caná de Galilea, como otros milagros de Jesús, constituye una señal: muestra la acción de Dios en la vida del hombre. Es necesario meditar en esta acción, para descubrir el sentido más profundo de lo que allí aconteció.
El banquete de las bodas de Caná nos lleva a reflexionar en el matrimonio, cuyo misterio incluye la presencia de Cristo. ¿No es legítimo ver en la presencia del Hijo de Dios en esa fiesta de bodas un indicio de que el matrimonio debería ser el signo eficaz de su presencia?

Las bodas de Caná

2. Con la mirada puesta en las bodas de Caná y en sus invitados, me dirijo a vosotros, representantes de los grandes pueblos de América Latina y del resto del mundo, durante el santo sacrificio de la misa concelebrada con vosotros, obispos y sacerdotes, acompañados por la presencia de los religiosos, de los representantes del Congreso teológico-pastoral de este II Encuentro mundial de las familias, y de los fieles que han llegado a esta catedral metropolitana de San Sebastián de Río de Janeiro.
Deseo, ante todo, saludar al venerado hermano cardenal Eugenio de Araujo Sales, arzobispo de esta tradicional y dinámica Iglesia, a quien conozco y estimo desde hace muchos años; sé cuán unido está a la Sede de Pedro. Que las bendiciones de los apóstoles Pedro y Pablo desciendan sobre esta ciudad, sobre sus parroquias e iniciativas pastorales; sobre los diversos centros de formación del clero, y en particular sobre el seminario archidiocesano de San José, dinámico y rico en vocaciones sacerdotales, que acoge también a muchos seminaristas de otras diócesis; sobre la Universidad católica pontificia; sobre las numerosas congregaciones religiosas, los institutos seculares y los movimientos apostólicos sobre la abadía de Nuestra Señora le Montserrat, sobre las beneméritas hermandades y cofradías y, en general, dado que no puedo mencionar a todos pero no quiero excluir a nadie, sobre los organismos asistenciales que tanto se prodigan por la protección de los más necesitados.
Os saludo también a vosotros, amadísimos hermanos en el episcopado de Brasil y del mundo, y a los que representáis a los ordinariatos para los fieles de ritos orientales; asimismo, os saludo a vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y animadores de la Misión popular de la archidiócesis, y a vosotros, delegados del Congreso teológico-pastoral, así como a los representantes de las Iglesias cristianas de diferentes denominaciones, y de la comunidad musulmana, aquí presentes. Deseo saludar a todos, con la expresión de mi profundo afecto, mis mejores deseos y mi bendición.

El plan original de Dios

3. Volvamos espiritualmente al banquete nupcial de Caná de Galilea, cuya descripción evangélica nos permite contemplar el matrimonio en su perspectiva sacramental. Como leemos en el libro del Génesis, el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer para formar con ella, en cierto sentido, un solo cuerpo (cf. Gn 2, 24). Cristo repetirá estas palabras del Antiguo Testamento hablando a los fariseos, que le hacían preguntas relacionadas con la indisolubilidad del matrimonio. De hecho, se referían a las prescripciones de la ley de Moisés, que permitían, en ciertos casos, la separación de los cónyuges, o sea, el divorcio. Cristo les respondió: «Moisés teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). Y citó las palabras del libro del Génesis: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer (...). Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 4-6).
Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento.
Y ¡qué grande es esa dignidad, amadísimos hermanos y hermanas! Se trata de la participación en la vida de Dios, o sea, de la gracia santificante y de las innumerables gracias que corresponden a la vocación al matrimonio, a ser padres y a la vida familiar. Incluso parece que el acontecimiento de Caná de Galilea nos lleva a eso, con la admirable conversión del agua en vino. El agua, nuestra bebida más común, adquiere, gracias a la acción de Cristo, un nuevo carácter: se convierte en vino, es decir, en una bebida, en cierto sentido, más valiosa. El sentido de este símbolo —del agua y del vino— encuentra su expresión en la santa misa. Durante el ofertorio, añadiendo un poco de agua al vino, pedimos a Dios, a través de Cristo, participar de su vida en el sacrificio eucarístico. El matrimonio —el ser padres, la maternidad, la paternidad, la familia—pertenece al orden de la naturaleza, desde que Dios creó al hombre y a la mujer; y mediante la acción de Cristo, es elevado al orden sobrenatural. El sacramento del matrimonio se transforma en el modo de participar de la vida de Dios. El hombre y la mujer que creen en Cristo, que se unen como esposos, pueden, por su parte, confesar: nuestros cuerpos están redimidos, nuestra unión conyugal está redimida. Están redimidos el ser padres, la maternidad, la paternidad y todo lo que conlleva el sello de la santidad.
Esta verdad aparece en toda su claridad cuando se lee, por ejemplo, la vida de los padres de santa Teresa del Niño Jesús; y este es sólo uno de los innumerables ejemplos. Muchos son, en efecto, los frutos de la institución sacramental del matrimonio. Con este Encuentro en Río de Janeiro, demos gracias a Dios por todos estos frutos, por toda la obra de santificación de los matrimonios y de las familias, que debemos a Cristo. Por eso, la Iglesia no cesa de presentar en su integridad la doctrina de Cristo sobre el matrimonio, en lo que se refiere a su unidad e indisolubilidad.

Al servicio del amor y de la vida

4. En la primera lectura, tomada del libro de Ester, se recuerda la salvación de la nación por la intervención de esta hija de Israel, durante el período de la cautividad en Babilonia. Este pasaje de la Escritura nos ayudará a comprender también la vocación al matrimonio, de modo particular el inmenso servicio que esa vocación presta a la vida humana, a la vida de cada persona y de todos los pueblos de la tierra. «Escucha, hija, mira, inclina el oído: (...) prendado está el rey de tu belleza» (Sal 45, 11-12). Lo mismo desea decir hoy el Papa a cada familia humana: «Escucha, mira: Dios quiere que seas bella, que vivas la plenitud de la dignidad humana y de la santidad de Cristo, que estés al servicio del amor y de la vida. Fuiste fundada por el Creador y santificada por el Espíritu Paráclito, para que seas la esperanza de todas las naciones».
Ojalá que este servicio a la humanidad revele a los esposos que una clara manifestación de la santidad de su matrimonio es la alegría con que acogen y piden al Señor vocaciones entre sus hijos. Por eso, permitidme añadir que «la familia que está abierta a los valores trascendentales, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios» (Familiaris consortio, 53). Me alegra, en esta circunstancia, saludar y bendecir con paternal afecto a todas las familias brasileñas que tienen un hijo preparándose para el ministerio presbiteral o para la vida religiosa, o una hija en camino hacia la total consagración de sí misma a Dios. Encomiendo a estos chicos y chicas a la protección de la Sagrada Familia.
María santísima, esperanza de los cristianos, nos dé la fuerza y la seguridad necesarias para nuestro camino en la tierra. Por esto le pedimos: sé tú misma nuestro camino, porque tú, Madre bendita, conoces los caminos y los atajos que, por medio de tu amor, llevan al amor y a la gloria de Dios.
¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo!

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