V. La restauración del auténtico matrimonio

99. Hemos admirado hasta aquí, llenos de veneración, venerables hermanos, cuanto acerca del matrimonio ha establecido el Creador y Redentor del género humano, y hemos lamentado al mismo tiempo que un tan piadoso designio de la divina Bondad sea frustrado y conculcado por todas partes en nuestros días por las pasiones, los errores y los vicios de los hombres. Es, por tanto, muy natural que volvamos nuestro ánimo, con una cierta paternal solicitud, a la búsqueda de los remedios oportunos, con cuyo auxilio se hagan desaparecer los perniciosísimos abusos que hemos enumerado y se restituya en todas partes la debida reverencia al matrimonio.

100. A lo que contribuye, en primer lugar, traer a la memoria aquella sentencia de la máxima certeza que tanto en la sana filosofía cuanto sobre todo en la sagrada teología es solemne: que todo lo que se ha desviado del recto orden no puede volver al estado primitivo y congruente con su naturaleza por otro camino que no sea retornando a la razón divina, que –como enseña el Doctor Angélico– es el prototipo de toda rectitud. Por lo cual, nuestro predecesor León XIII, de feliz recordación, atacaba con razón a los naturalistas con estas gravísimas palabras: «La ley ha sido proveída divinamente de modo que las cosas hechura de Dios o de la naturaleza nos resulten tanto más útiles y saludables cuanto con mayor integridad y firmeza conserven su estado originario, puesto que Dios, autor de las cosas, supo muy bien qué convendría a la estructura y conservación de las cosas singulares y las ordenó todas en su voluntad y en su mente de tal manera, que cada cual llegara a tener su más apropiada realización. Ahora bien: si la irreflexión de los hombres o su maldad se empeñara en torcer o perturbar un orden tan providentísimamente establecido, entonces las cosas más sabias y provechosamente instituidas, o comienzan a convertirse en un obstáculo, o dejan de ser provechosas, ya por haber perdido en el camino su poder de ayuda, ya porque Dios mismo quiere castigar la soberbia y el atrevimiento de los mortales».

101. Para restablecer el recto orden en materia conyugal, es necesario, por consiguiente, que todos consideren atentamente cuál es la razón divina del matrimonio y procuren conformarse a ella.

Sumisión del hombre a Dios

102. Pero como a este anhelo se opone sobre todo el indómito poder de la concupiscencia, causa principalísima, en realidad, de los pecados contra las santas leyes del matrimonio, y como el hombre no puede tener sometidas sus pasiones si no se somete él antes a Dios, esto es lo que ante todo se ha de procurar, conforme al orden divinamente establecido. Es ley constante, en efecto, que quien se sometiere a Dios gozará del dominio, con la gracia de Dios, sobre la concupiscencia y los vicios; en cambio, el que fuere rebelde a Dios, tendrá que experimentar y lamentar la declarada guerra interior de las pasiones desatadas. La sabiduría con que se ha establecido esto la expone San Agustín en estos términos: «Esto es, pues, lo que conviene: que lo inferior se someta a lo superior; que quien quiere que se le someta lo que está por bajo de sí, se someta a su vez a lo que está por encima de él. ¡Observa el orden, busca la paz! Tú a Dios, a ti la carne. ¿Qué más justo? ¿Qué más bello? Tú al mayor, a ti el menor; sirve tú a Aquel que te hizo a ti para que te sirva a ti lo que fue hecho para ti. No reconocemos este orden, por el contrario, ni lo recomendamos: A ti la carne, y tú a Dios. Sino: Tú a Dios, y a ti la carne. Porque, si desprecias el Tú a Dios, jamás lograrás que A ti la carne. Tú, que no obedeces a Dios, sufrirás la rebeldía del esclavo».

103. Orden de la Sabiduría divina, que atestigua, inspirado por el Espíritu Santo, el mismo Doctor de las Gentes, pues, al recordar a los sabios antiguos, que, habiendo tenido conocimiento suficiente del Creador del universo, rehusaron adorarlo y reverenciarlo, dice: Por lo cual los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la inmundicia, de modo que causaran injuria a sus cuerpos en sí mismos; y de nuevo: Por lo cual los entregó Dios a ignominiosas pasiones. Pues Dios resiste a los soberbios; en cambio, a los humildes da su gracia, sin la cual, según enseña el mismo Doctor de las Gentes, el hombre es impotente para dominar la rebelde concupiscencia.

104. Por consiguiente, puesto que de ninguna manera pueden ser dominados, como se requiere, los indomables ímpetus de ésta sin que el alma rinda primero humilde obsequio de piedad y reverencia a su Creador, ante todo es necesario que una piedad íntima y verdadera para con Dios penetre totalmente a quienes se unen con el sagrado vínculo del matrimonio, la cual informe toda la vida de los mismos y llene su inteligencia y su voluntad una suma reverencia hacia la majestad de Dios.

105. Proceden, pues, con la máxima rectitud y en la más perfecta conformidad con las normas del sentido cristiano aquellos pastores de almas que exhortan en primer lugar a los cónyuges, para que en el matrimonio no se aparten de la ley de Dios, a ejercicios de piedad, a entregarse por entero a Dios, a implorar asiduamente su protección, a frecuentar los sacramentos, a fomentar y mantener siempre y en todo una devota voluntad para con Dios.

106. Se engañan gravemente quienes, pretiriendo o menospreciando los recursos que exceden a la naturaleza, creen que pueden inducir a los hombres a imponer un freno a los apetitos de la carne con la práctica y los inventos de las ciencias naturales (es decir, de la biología, del estudio de la transmisión hereditaria y otras similares). Y no queremos decir con ello que los medios naturales, siempre que no sean deshonestos, hayan de tenerse en poco, ya que uno mismo es el autor de la naturaleza y de la gracia, Dios, que ha destinado los bienes de ambos órdenes al uso y utilidad de los hombres. Los fieles pueden y deben, en efecto, ayudarse también de los medios naturales; pero se equivocan quienes opinan que basta con éstos para garantizar la castidad del estado conyugal o piensan que hay en los mismos mayor eficacia que en el auxilio de la gracia sobrenatural.

Conocimiento de las leyes divinas

107. Este amoldarse de la convivencia y de las costumbres a las leyes divinas del matrimonio, sin lo cual su restablecimiento no puede ser eficaz, exige que todos puedan discernir de una manera expedita, con firme certeza y sin mezcla de error, cuáles sean tales leyes. Pero nadie dejará de ver a cuántas falacias se abriría la puerta y cuántos errores vendrían a mezclarse con la verdad si esta materia se dejara al examen de cada uno con las solas luces de la razón o si presidiera su estudio una interpretación privada de la verdad revelada. Y, si es indudable que esto tiene lugar ya en otras muchas verdades del orden moral, debe tenerse en cuenta particularmente en lo que atañe al matrimonio, donde el placer libidinoso puede fácilmente irrumpir en la frágil naturaleza humana y engañarla y corromperla; y esto tanto más cuanto que, en la observancia de la ley divina, los esposos tendrán que experimentar a veces situaciones arduas e incluso duraderas, de las cuales, según nos advierte la experiencia, suele el hombre débil servirse como de otros tantos argumentos para eximirse del cumplimiento de la ley de Dios.

108. Para que, por tanto, ilumine las mentes de los hombres y rija sus costumbres no una ficción o una corrupción de la ley divina, sino el verdadero y genuino conocimiento de la misma, es menester que a la piedad para con Dios y al deseo de servirle se añada una sincera y humilde obediencia a la Iglesia. Cristo Nuestro Señor mismo constituyó a la Iglesia en maestra de la verdad incluso en aquellas cosas que tocan al régimen y ordenación de las costumbres, aun cuando muchas de tales cosas no son de suyo inasequibles a la razón humana. Pues Dios, igual que, en lo relativo a las verdades naturales de la religión y de las costumbres, añadió a la luz de la inteligencia humana la revelación a fin de que las que son rectas y verdaderas «pudieran ser conocidas por todos de una manera expedita, con firme certeza y sin mezcla de error aun en la condición presente del género humano», así también, y en orden al mismo fin, constituyó a la Iglesia en maestra de toda verdad sobre religión y costumbres; préstenle, pues, obediencia los fieles y sométanle su inteligencia y voluntad para conservar sus mentes libres de error y de corrupción sus costumbres. Y para no verse privados de un auxilio concedido por Dios con tan liberal benignidad, deben prestar necesariamente esta obediencia no sólo a las definiciones solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las demás constituciones y decretos, mediante los cuales se reprueban y condenan algunas opiniones como peligrosas o perversas.

109. Guárdense, por consiguiente, los fieles cristianos, incluso en aquellas cuestiones que hoy se agitan en torno al matrimonio, de confiar demasiado en su propio juicio o dejarse arrastrar por esa falsa libertad o «autonomía», según la llaman, de la razón humana. Es totalmente ajeno de todo verdadero cristiano, en efecto, confiar con tal soberbia en su propio ingenio, que sólo preste asentimiento a lo que llegue a conocer él mismo por razones intrínsecas de las cosas, y estimar a la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, menos conocedora de las cosas y circunstancias actuales, o prestar asentimiento y obediencia también sólo a lo que ella estableciere por medio de las mencionadas definiciones solemnes, como si fuera lícito opinar prudentemente que los restantes decretos o implicaran falsedad o no se apoyaran en motivos suficientes de verdad y honestidad. Por el contrario, es propio de todo cristiano de verdad, docto o indocto, dejarse dirigir y llevar, en todo lo que se refiere a fe y costumbres, por la santa Iglesia de Dios, por medio de su supremo pastor el Romano Pontífice, que es regido por Jesucristo Nuestro Señor.

Instrucción a los fieles

110. Teniendo, pues, que reducirse todas las cosas a la ley y a la mente divina, para que se logre la restauración universal y perpetua del matrimonio es de la mayor importancia instruir convenientemente sobre el mismo a los fieles, de palabra y por escrito, no una vez y superficialmente, sino con frecuencia y con solidez, con razones claras y de peso, para que unas verdades tales penetren en las inteligencias y conmuevan los corazones. Sepan los mismos y asiduamente mediten sobre la sabiduría, la santidad y la bondad tan grande que Dios manifestó para con el género humano al instituir el matrimonio, robusteciéndolo con leyes sagradas, y mucho más al elevarlo de una manera admirable a la dignidad de sacramento, mediante la cual se abre a los cónyuges cristianos una tan copiosa fuente de gracias para que puedan servir casta y fielmente a los fines nobilísimos del matrimonio, en provecho y salvación propia y de sus hijos, de toda la sociedad civil y de la humanidad entera.

111. Indudablemente, si los actuales enemigos, del matrimonio ponen todo su empeño en pervertir las inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la castidad conyugal y en ensalzar los vicios más repugnantes de palabra, por escrito, en libros y folletos y apelando a otros innumerables recursos, con mucha mayor razón vosotros, venerables hermanos, a quienes el Espíritu Santo ha instituido obispos para regir la Iglesia de Dios, ganada con su sangre, no debéis regatear esfuerzo alguno a fin de que por vosotros mismos y por los sacerdotes a vuestras órdenes, más aún, por seglares convenientemente seleccionados entre los afiliados a la Acción Católica, con tanta insistencia por Nos deseada y recomendada, llamados en auxilio del apostolado jerárquico, opongáis, por todos los medios aconsejables, al error la verdad; al vicio torpe, el esplendor de la castidad; a la tiranía de las pasiones, la libertad de los hijos de Dios; a la condescendencia inicua de los divorcios, la perennidad del verdadero amor matrimonial y el sacramento inviolable hasta la muerte de la fidelidad prometida.

112. Con lo que ocurrirá que los fieles den a Dios gracias desde lo más profundo de sus corazones por haberlos ligado con sus preceptos y haberlos obligado con una cierta suave violencia a huir, lo más lejos posible, de toda idolatría de la carne, y de la innoble esclavitud de la concupiscencia; e igualmente que miren con horror y se aparten con toda diligencia de esas nefandas añagazas que, bajo el nombre de «matrimonio perfecto», y para ultraje de la dignidad humana, se divulga actualmente de palabra y por escrito, y hacen del tal matrimonio perfecto no otra cosa que un «matrimonio depravado», como se ha dicho con toda justicia y razón.

113. Esta saludable instrucción y religiosa disciplina sobre el matrimonio cristiano distará mucho de aquella exagerada educación fisiológica, con la que muchos de nuestros tiempos, que se jactan de reformadores de la vida conyugal, pretenden orientar a los cónyuges, hablando mucho sobre las tales materias fisiológicas, pero con las cuales, sin embargo, lo que se aprende es más bien el arte de pecar con refinamiento que la virtud de vivir castamente.

114. Así, pues, venerables hermanos, hacemos nuestras con toda el alma las palabras con que nuestro predecesor León XIII, de feliz recordación, se dirige en su encíclica sobre el matrimonio cristiano a los obispos de todo el orbe: «Con todo el esfuerzo a vuestro alcance, con toda la autoridad que podáis, trabajad para que entre las gentes encomendadas a vuestra vigilancia se mantenga íntegra e incorruptible la doctrina enseñada por Cristo Nuestro Señor y por los apóstoles, intérpretes de la voluntad divina; la misma que ha guardado religiosamente la Iglesia católica y ha mandado en todos los tiempos que observen los fieles cristianos».

Voluntad de cumplir las leyes de Dios

115. Pero, puesto que ni la mejor instrucción por medio de la Iglesia basta por sí sola para conformar de nuevo el matrimonio a la ley de Dios, aunque los cónyuges tengan un conocimiento perfecto de la doctrina sobre el matrimonio cristiano, es necesario, sin embargo, que vaya unida a esto, por parte de ellos, la más firme voluntad de cumplir las leyes santas de Dios y de la naturaleza sobre el matrimonio. Por último, cualquiera que sea lo que de palabra o por escrito se afirme y se propague, los esposos deben tener firme e inquebrantablemente como santo y solemne: la voluntad de estar sin vacilación alguna, en todo lo que se refiere al matrimonio, a los mandatos de Dios; de prestarse siempre la mutua ayuda de la caridad, de guardar la fidelidad de la castidad, de no atentar jamás contra la inviolabilidad del vínculo, de hacer uso de los derechos adquiridos por el matrimonio siempre cristianamente y con moderación, sobre todo al principio del matrimonio, para que, si las circunstancias exigieren alguna vez la continencia, resulte ésta más fácil estando ya los dos acostumbrados a contenerse.

116. Mucho les ayudará, para concebir, mantener y poner por obra esta firme voluntad, la consideración frecuente de su estado y el recuerdo constante del sacramento recibido. Recuerden sin intermisión que para los deberes y la dignidad de su estado han sido como consagrados y robustecidos por un peculiar sacramento, cuya eficaz virtud, aun cuando no imprime carácter, permanece, con todo, para siempre. Medítense a este propósito las palabras del santo cardenal Pedro Belarmino, sumamente consoladoras sin duda, que con otros teólogos de gran prestigio piensa y escribe: «El sacramento del matrimonio puede considerarse de dos modos: uno, mientras se realiza; el otro, mientras dura después de realizado. Pues es semejante al sacramento de la Eucaristía, que es sacramento no sólo mientras se celebra, sino también mientras permanece; ya que, mientras los cónyuges viven, su unión es siempre el sacramento de Cristo y de la Iglesia».

117. Mas, para que la gracia de este sacramento despliegue todo su poder, se necesita, como ya hemos dicho, la cooperación de los cónyuges, que debe consistir en trabajar con todo empeño en cumplir diligentemente con sus obligaciones. Igual que en el orden natural, para que las energías dadas por Dios desarrollen toda su eficacia, tienen los hombres que aplicar su trabajo y su ingenio, sin lo cual ningún provecho puede sacarse de ellas, así también las fuerzas de la gracia, que del sacramento han fluido sobre el alma y en ella permanecen, tienen que ser desarrolladas con el propio esfuerzo y trabajo por los hombres. No abandonen, por consiguiente, los esposos la gracia del sacramento que hay en ellos, sino, emprendiendo la cuidadosa observancia, aunque laboriosa, de sus deberes, experimentarán la misma fuerza de esa gracia más eficaz de día en día. Y si alguna vez se sienten más agobiados por el peso de su estado y de la vida, no pierdan los ánimos, sino piensen que se ha dicho para ellos en cierto modo aquello que el apóstol San Pablo escribía a su amadísimo discípulo Timoteo, poco menos que derrumbado bajo el peso de los trabajos y los oprobios, acerca del sacramento del orden: Te aconsejo que resucites la gracia de Dios que hay en ti por medio de la imposición de mis manos. Pues Dios no nos ha dado el espíritu de temor, sino el de virtud, de amor y de sobriedad.

Preparación para el matrimonio

118. Todo esto, sin embargo, venerables hermanos, depende en gran parte de la debida preparación, tanto remota como próxima, de los cónyuges para el matrimonio. No se puede negar, en efecto que tanto el cimiento firme del matrimonio feliz cuanto la ruina del desgraciado se disponen y se asientan en las almas de los jóvenes y de las doncellas ya en el tiempo de la infancia y de la juventud. Pues los que antes de casarse no han buscado en todo más que a sí mismos y sus intereses, los que han dado rienda suelta a sus concupiscencias, es de temer que se comporten dentro del matrimonio igual que lo hicieron antes; o sea, que cosechen al fin lo que sembraron: tristeza, llanto, desprecio mutuo, riñas, aversión, tedio de la vida común dentro de las paredes del hogar, o, lo peor de todo, que se encuentren dentro de sí mismos con el desenfreno de sus pasiones.

119. Los prometidos, por consiguiente, deberán acercarse a contraer el estado conyugal bien dispuestos y preparados, para que puedan ayudarse mutuamente, como conviene, en las situaciones adversas de la vida y, sobre todo, en la consecución de la salvación eterna y en la conformación del hombre interior a la plenitud de la edad de Cristo. Esto contribuirá también a que se comporten con sus amados hijos realmente como Dios ha querido que los padres se conduzcan respecto de su prole, esto es, que el padre sea verdadero padre y la madre verdadera madre; por cuyo piadoso amor y por sus solícitos cuidados, el hogar familiar, aun en medio de una gran pobreza y en este valle de lágrimas, sea para los hijos como una cierta imagen de aquel paraíso de felicidad en que el Creador colocó a los primeros hombres del género humano. De aquí se seguirá también que hagan más fácilmente a los hijos hombres perfectos y perfectos cristianos, los imbuyan en el genuino espíritu de la Iglesia católica y les infundan aquel noble amor a la patria a que nos obliga la piedad y la gratitud.

120. Así, pues, tanto los que piensan en contraer, andando el tiempo, este santo matrimonio, cuanto los que tienen a su cargo la educación de la juventud, concédanle a esto tal importancia que preparen los bienes, soslayen los males y renueven el recuerdo de aquellas cosas que hemos advertido en nuestra encíclica sobre la educación: «Desde la más tierna infancia, por consiguiente, hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son torcidas; hay que fomentarlas, por el contrario, si son buenas, y, sobre todo, la mente de los niños debe ser imbuida en las doctrinas emanadas de Dios, y es necesario que su alma sea robustecida con los auxilios de la gracia divina, que, si faltaran éstos, ni podrá cada cual poner freno a sus pasiones, ni la educación y disciplina podrán ser llevadas a su término y perfección por la Iglesia, a la cual por esta razón, para que fuera eficaz maestra de todos los hombres, dotó Cristo de celestiales doctrinas y de sacramentos divinos».

121. A la preparación próxima del matrimonio corresponde, sobre todo, la diligencia en la elección de consorte; porque de esto depende en gran parte que el futuro matrimonio sea feliz o no, puesto que uno de los cónyuges puede servirle al otro, o de gran ayuda para llevar cristianamente la vida, o de gran peligro e impedimento. Para no sufrir, por consiguiente, durante toda la vida las consecuencias de una mala elección, deliberen con toda madurez los que piensan en casarse antes de elegir la persona con la que luego habrán de vivir perpetuamente; y en esta deliberación tengan en cuenta, en primer lugar, a Dios y a la verdadera religión de Cristo, y piensen luego en el bien de sí mismos, en el bien del otro cónyuge, en el de la futura prole, e igualmente en el de la sociedad humana y civil, que brota del matrimonio como de su fuente. Imploren fervorosamente el auxilio divino para elegir conforme a la prudencia cristiana y no arrastrados por el ciego e indómito impulso de la concupiscencia ni por el deseo de lucro o por otro menos noble motivo, sino guiados por un verdadero y recto amor y por un sincero afecto hacia el futuro cónyuge; persigan, además, en el matrimonio aquellos fines para los que fue instituido por Dios. Y, finalmente, no omitan en la elección del otro cónyuge requerir el prudente consejo, de ninguna manera despreciable, de los padres, a fin de que, con el más maduro conocimiento y experiencia que ellos tienen de las cosas humanas, se pongan a salvo de perniciosos errores y puedan recibir más abundantemente, los que van a contraer matrimonio, la bendición divina del cuarto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento en la promesa) para que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra.

Las necesidades materiales de la familia

122. Y porque no pocas veces el cumplimiento perfecto de los mandamientos de Dios y la honestidad del matrimonio padecen graves dificultades, debido a que los cónyuges se ven apremiados por las angustias de la vida familiar y la penuria de medios materiales, se ha de subvenir de la mejor manera posible a sus necesidades.

123. Hay que luchar, en primer lugar, con todo empeño para que, como había ordenado ya tan sabiamente nuestro antecesor León XIII, se establezca en la sociedad civil un régimen económico y social que permita a todos los padres de familia poder trabajar y ganar lo necesario, según su condición y lugar, para el sustento suyo, de su mujer y de sus hijos, pues digno es el trabajador de su salario. Negar éste o disminuirlo más de lo debido es gran injusticia, y las Sagradas Escrituras lo sitúan entre los pecados más graves; ni tampoco es lícito fijar unos salarios tan mezquinos que, dadas las circunstancias, resulte insuficiente para atender a la familia.

124. Se ha de procurar, sin embargo, que los cónyuges mismos, y esto ya desde mucho antes de casarse, traten de prevenir o de disminuir, al menos, los contratiempos y las necesidades del matrimonio, y que los enterados les enseñen cómo pueden llevarlo a efecto de un modo a la vez eficaz y honesto. Se proveerá también a que, de no bastarse por sí solos, acudan a la satisfacción de las necesidades vitales aunando esfuerzos similares y constituyendo asociaciones privadas o públicas.

125. Y cuando todo lo dicho no basta a cubrir los gastos de una familia, sobre todo cuando ésta es numerosa y cuenta con menos recursos, el amor cristiano del prójimo exige en absoluto que supla la caridad cristiana aquello de que carecen los indigentes, que sobre todo los ricos ayuden a los pobres y que los que tienen bienes superfluos no los malgasten en vanidades o los derrochen por completo, sino que los dediquen a proteger la vida y la salud de aquellos que carecen aun de lo necesario. Los que dieren de lo suyo a Cristo en los pobres recibirán del Señor, cuando venga a juzgar el siglo, un ubérrimo premio; los que no, sufrirán su castigo. El Apóstol, en efecto, no habló en vano: El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano necesitado y cierra sus entrañas ante él, ¿cómo es posible que permanezca en él la caridad de Dios?

126. Si no bastaren los subsidios privados, corresponde entonces a la autoridad pública suplir los medios de que carecen los particulares, sobre todo en materia de importancia tan grande para el bien común cual es una condición digna de hombres, de las familias y de los cónyuges. Si, en efecto, las familias, las numerosas sobre todo, carecen de las adecuadas viviendas; si el hombre no tiene la oportunidad de trabajar y de ganarse el sustento; si las cosas indispensables para la vida cotidiana no pueden comprarse sino a precios exagerados; si incluso las madres, con no pequeño trastorno de la vida doméstica, se ven obligadas por la necesidad a ganarse el sustento con su propio trabajo; si éstas carecen en los sufrimientos ordinarios y aun en los extraordinarios de la maternidad de la alimentación, de los medicamentos, de la asistencia del especialista y de otras cosas de este estilo, nadie dejará de ver, si cunde el desaliento entre los esposos, cuán difícil se les hace la convivencia doméstica y la observancia de los mandatos de Dios, y además qué grave peligro para la seguridad pública y para la salud y la vida de la misma sociedad civil puede derivarse de ello si esos hombres son llevados a un grado de desesperación tal que, no teniendo ya nada que perder, se atrevieran a esperar que podrían sacar mucho tal vez de una perturbación total de la sociedad.

127. Por lo cual, los gobernantes de los pueblos no pueden descuidar dichas necesidades de los cónyuges y de las familias sin inferir un grave daño a la sociedad y al bien común; de ahí que tanto en la legislación cuanto en la reglamentación de los tributos traten de tal manera de remediar esta penuria de las familias necesitadas, que este cuidado venga a ser uno de lo primeros en el ejercicio de su potestad.

128. Y en este campo advertimos, no sin dolor, que ocurre con frecuencia que, invirtiendo el recto orden, fácilmente se prodigan ayudas puntuales y abundantes a la madre y a la prole legítima (a la cual hay que socorrer, sin duda alguna, para evitar mayores males) que a la legítima, o se le niega o se le concede con tal cicatería como si se arrancara a la fuerza.

Intervención de la autoridad

129. Pero no sólo interesa a los poderes públicos, venerables hermanos que el matrimonio y la familia estén bien constituidos en lo que toca a los bienes temporales, sino también en aquellos que deben llamarse bienes propios de las almas, es decir, que se dicten y se hagan observar fielmente leyes justas relativas a la fidelidad de la castidad y a la mutua ayuda de los cónyuges, ya que, testigo la historia, el bienestar de la república y la felicidad temporal de los ciudadanos no puede estar segura ni a salvo allí donde se resquebrajan los cimientos sobre que se sustenta, es decir, el recto orden moral, y por corrupción de los ciudadanos está cerrada la fuente en que se origina la sociedad, esto es, el matrimonio y la familia.

La función de la Iglesia

130. Ahora bien: para la conservación del orden moral no son suficientes ni la autoridad externa del Estado ni las penas, como tampoco la belleza ni la necesidad de la virtud predicada a los hombres, sino que es necesaria una autoridad religiosa que ilustre la mente con la verdad, dirija la voluntad y apoye la fragilidad humana con los auxilios de la divina gracia, y esa autoridad lo es sólo la Iglesia, instituida por Cristo Nuestro Señor. Por ello exhortamos insistentemente en el Señor a cuantos se hallan investidos de suprema potestad civil a que busquen y mantengan la concordia y la amistad con esta Iglesia de Cristo, a fin de que, unidos el esfuerzo y la diligencia de ambas potestades, sean desterrados los graves daños que, por la irrupción en el matrimonio y en la familia de porcases libertades, amenazan tanto a la Iglesia cuanto a la misma potestad civil.

131. Esta misión gravísima de la Iglesia puede verse, en efecto, muy favorecida por las leyes civiles, siempre que al dictarlas se tenga presente lo que ha sido estatuido por la ley divina y la eclesiástica y se castigue a sus infractores. Pues no faltan quienes piensen que lo que las leyes civiles permiten o no castigan de una manera clara, o les es lícito también conforme a la ley moral o pese a la disconformidad de su conciencia, lo ponen por obra, porque ni temen a Dios ni ven nada que temer por parte de la ley civil, con lo que no pocas veces se causan la ruina a sí mismos y a otros muchos.

132. Ningún perjuicio, ninguna mediatización de sus derechos o de su integridad puede provenirle a la sociedad civil de esta alianza con la Iglesia; son vanos y sin fundamento en torno a esto todo temor, toda sospecha, lo que ya había manifestado claramente León XIII. «Nadie duda –dice– que el fundador de la Iglesia, Jesucristo, ha querido que la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres y expeditas cada una de ellas en el desempeño de sus respectivas funciones; pero con este aditamento: que a las dos conviene y a todos los hombres interesa que entre ambas reinen la unión y la concordia... Si la potestad civil se comporta amigablemente con la Iglesia, las dos habrán de salir grandemente gananciosas. La dignidad de una se enaltece y, yendo por delante la religión, jamás será injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela y de defensa para el bien común de los fieles».

133. Y así, aduciendo un ejemplo reciente y claro, fue absolutamente conforme el recto orden y según la ley de Cristo que, en el solemne concordato felizmente concluido entre la Santa Sede y el reino de Italia, se estableciera un convenio pacífico y una amistosa cooperación en lo que se refiere a los matrimonios, como correspondía a la gloriosa historia del pueblo de Italia y a los sagrados recuerdos de la antigüedad. Efectivamente, en el pacto de Letrán se lee lo siguiente: «La nación italiana, deseando restituir a la institución matrimonial, fundamento de la familia, aquella dignidad en armonía con las tradiciones de su pueblo, reconoce efectos civiles al sacramento del matrimonio, que se rige por el Derecho canónico»; norma fundamental a la que después se le han añadido ulteriores determinaciones de aquel convenio.

134. Esto puede servir de ejemplo y de argumento a todos de que también en nuestra edad (en que con tanta frecuencia se predica, por desdicha, la más absoluta separación de la sociedad civil, no sólo de la Iglesia, sino de toda religión) las dos potestades supremas pueden unirse y asociarse espontáneamente en concordia mutua y amigable alianza para bien común de ambas sociedades, sin perjuicio de ninguno de los derechos del poder supremo, y velar de común acuerdo por el matrimonio, a fin de alejar de los matrimonios cristianos perniciosos peligros, más aún, una ruina ya inminente.

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