II. Naturaleza del matrimonio

5. Y para comenzar por esta misma encíclica, dedicada casi por entero a reivindicar la institución divina del matrimonio y su dignidad sacramental y perpetua firmeza, quede asentado, en primer lugar, este inamovible e inviolable fundamento: el matrimonio no ha sido instituido ni restaurado por obra humana, sino divina; que ha sido protegido con leyes, confirmado y elevado no por los hombres, sino por el propio Dios, autor de la naturaleza, y por el restaurador de esa misma naturaleza, Cristo Nuestro Señor; leyes que, por consiguiente, no pueden estar sujetas a ningún arbitrio de los hombres, a ningún pacto en contrario ni siquiera de los propios contrayentes. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta la tradición constante y universal de la Iglesia, ésta la definición solemne del sagrado concilio Tridentino, que declara y confirma, con las mismas palabras de la Sagrada Escritura, que el vínculo perpetuo e indisoluble del matrimonio, su unidad y su firmeza, dimanan de Dios, su autor.

6. Y a pesar, sin embargo, de que el matrimonio en su naturaleza ha sido instituido por Dios, la voluntad humana tiene también en él su parte, y nobilísima por cierto; pues todo matrimonio singular, en cuanto unión conyugal entre un determinado hombre y una determinada mujer, nace exclusivamente del libre consentimiento de ambos esposos; el cual acto libre con que ambas partes conceden y aceptan el derecho propio del matrimonio es tan necesario, que no hay poder humano capaz de suplirlo. Mas esta libertad se extiende en los contrayentes sólo al consentimiento o no consentimiento en contraer de hecho matrimonio y con una determinada persona; la naturaleza del matrimonio, en cambio, no está sometida a la libertad del hombre, de modo que, si alguno llegara una vez a contraer matrimonio, queda sujeto a las leyes divinas y esenciales propiedades del mismo. El Doctor Angélico dice, en efecto, tratando sobre la fidelidad y la prole: «Éstas nacen en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de modo que, si en el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio».

7. Por el matrimonio, pues, se unen y se funden las almas, y éstas más y más estrechamente que los cuerpos; y no por un afecto pasajero de los sentidos o del espíritu, sino por deliberada y firme decisión de las voluntades; y de esta unión de las almas, estableciéndolo así Dios, surge el vínculo sagrado e inviolable.

8. Tal naturaleza, absolutamente propia y singular de este contrato, lo hace por completo diverso tanto de los ayuntamientos de las bestias, efectuados por el solo ciego instinto de la naturaleza y en los cuales no existen en absoluto ni razón ni voluntad deliberada, cuanto de esas uniones libres de los hombres al margen de todo vínculo verdadero y honesto de voluntades, y destituidos de todo derecho de convivencia doméstica.

9. De donde se sigue ciertamente que la autoridad legítima tiene el derecho y, por tanto, el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes, que van contra la razón y la naturaleza; y, como se trata de algo que brota de la naturaleza misma del hombre, no es menos cierto lo que públicamente manifestó nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria: «Está fuera de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad, o ligarse con el vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: Creced y multiplicaos».

10. Así, pues, el sagrado consorcio del legítimo matrimonio se halla constituido a la vez por voluntad divina y humana; de Dios provienen la institución misma del matrimonio, sus fines, sus leyes y sus bienes; de los hombres, con la ayuda y cooperación de Dios, depende todo matrimonio concreto, contraído con los deberes y los bienes establecidos por Dios mediante la entrega ciertamente generosa de la propia persona hecha al otro por todo el tiempo de la vida.

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