a. La prole

12. Así, pues, el primer lugar entre los bienes del matrimonio lo ocupa la prole. Y en verdad que el mismo Creador del género humano, que en su benignidad quiso servirse de los hombres como auxiliares en la propagación de la vida, lo enseñó así cuando en el paraíso, al instituir el matrimonio, dijo a los primeros padres, y por medio de ellos a todos los cónyuges futuros: Creced y multiplicaos y llenad la tierra. Esto mismo lo deduce bellamente San Agustín al comentar las palabras del apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: «El Apóstol es testigo, por consiguiente, de que las nupcias se contraen para la procreación: Quiero –dice– que las jóvenes se casen». Y, como si le preguntaran: ¿Para qué?, agrega inmediatamente: Para que procreen hijos, para que haya madres de familia.

13. Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio puede colegirse de la dignidad y altísimo fin del hombre. Pues el hombre, aun cuando no sea más que por la excelencia de su naturaleza racional, supera a todas las criaturas visibles; pero a esto se añade que Dios quiere que nazcan hombres no sólo para existir y poblar la tierra, sino principalmente para que lo adoren a Él, para que lo conozcan y amen y gocen, por último, de Él eternamente en el cielo; fin que, por la admirable elevación del hombre por Dios al orden sobrenatural, supera cuanto el ojo vio, el oído oyó y asciende hasta el corazón del hombre. De lo cual fácilmente se deduce qué don tan grande de la divina bondad, cuán egregio fruto del matrimonio es la prole, brotada de la omnipotente virtud de Dios con la cooperación de los cónyuges.

14. Pero los padres cristianos deben entender, además, que ellos están destinados no ya sólo a propagar y conservar el género humano sobre la tierra; más aún, ni siquiera sólo a educar a unos adoradores cualesquiera de Dios, sino a engendrar la progenie de la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios, para que crezca de día en día el pueblo consagrado al culto de nuestro Dios y Salvador. Porque, pese a que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no pueden transmitir la santidad a la prole, antes bien la generación natural de la vida se ha convertido en camino de muerte por donde pasa a la prole el pecado original, participan, no obstante, en cierto modo, algo de aquel primer matrimonio del paraíso, ya que en ellos está ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, para que esta madre fecundísima de hijos de Dios la reengendre para la justicia sobrenatural mediante las aguas del bautismo y la haga miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y, finalmente, heredera de la vida eterna, que todos anhelamos.

15. Meditando sobre esto, la madre verdaderamente cristiana podrá, sin duda, comprender que, en un sentido más profundo y consolador, se refieren a ella aquellas palabras de nuestro Redentor: La mujer..., una vez alumbrado el hijo, ya no se acuerda de su trance por el gozo de ver nacido un hombre para el mundo, y, sobreponiéndose a los dolores, cuidados y cargas del deber maternal, se gloriará en el Señor mucho más justa y santamente que aquella matrona romana, la madre de los Gracos, de la floridísima corona de los hijos. Y ambos cónyuges verán estos hijos, recibidos de la mano de Dios con pronto y agradecido espíritu, como un tesoro confiado por Dios a ellos, el cual no habrán de gastar exclusivamente en beneficio propio ni de la sociedad terrena, sino que habrán de restituir con fruto al Señor en el día de la cuenta.

16. El bien de la prole, sin embargo, no está completo con la procreación, sino que debe añadirse otro, consistente en la debida educación de la misma. Poco en verdad habría mirado el sapientísimo Dios por la prole engendrada, y, consiguientemente, por todo el género humano, si no hubiera dado también el derecho y el deber de educar a aquellos mismos a quienes había concedido la potestad y el derecho de engendrar. Nadie puede ignorar, en efecto, que la prole no se basta a sí misma, que no puede proveer ni siquiera en las cosas que afectan a la vida natural, y mucho menos a las que tocan al orden sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, de la enseñanza y de la educación de los demás. Y está claro que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole compete en primer lugar a los que iniciaron la obra de la naturaleza engendrando, y a los cuales está terminantemente vedado exponer a una ruina cierta lo iniciado, dejándolo imperfecto. Ahora bien: a esta tan necesaria educación de los hijos se ha atendido de la mejor manera posible en el matrimonio, en el cual, hallándose ligados los padres con un vínculo indisoluble, cuentan siempre con la cooperación y la ayuda de ambos.

17. Pero, habiendo tratado por extenso en otro lugar sobre la educación cristiana de la juventud, resumiremos ahora todo esto en las repetidas palabras de San Agustín: «En la prole [se atiende] a que se la reciba con amor... y se la eduque religiosamente»; y esto mismo se establece taxativamente en el Código de Derecho Canónico: «El fin primario del matrimonio consiste en la procreación y educación de la prole».

18. No debe quedar en silencio, por último, que, siendo tan grande la dignidad y tanta la importancia de esta doble función encomendada por Dios a los padres en bien de la prole, cualquier uso honesto de la facultad dada por Dios para procrear nueva vida es, por mandato de Dios y de la ley natural, derecho y privilegio exclusivo del matrimonio y debe en absoluto mantenerse dentro de los sagrados límites de la vida conyugal.

  ©Template by Dicas Blogger.