b) Vicios que se oponen a cada uno de los bienes del matrimonio

a) Atentados contra la prole

54. Y, comenzando ya, venerables hermanos, la exposición de los vicios que se oponen a cada uno de los bienes del matrimonio, hablaremos, en primer lugar, de la prole, que muchos se atreven a motejar de molesta carga del matrimonio y mandan evitar cuidadosamente a los cónyuges, no mediante una continencia honesta (permitida también en el matrimonio, previo consentimiento de ambos cónyuges), sino pervirtiendo el acto de la naturaleza. Criminosa licencia, que se arrogan unos porque, hastiados de prole, tratan sólo de satisfacer sin cargas su voluptuosidad, y otros alegando que ni pueden guardar continencia ni admitir prole por dificultades propias, o de la madre, o de la hacienda familiar.

55. No existe, sin embargo, razón alguna por grave que pueda ser, capaz de hacer que lo que es intrínsecamente contrario a la naturaleza se convierta en naturalmente conveniente y decoroso. Estando, pues, el acto conyugal ordenado por su naturaleza a la generación de la prole, los que en su realización lo destituyen artificiosamente de esta fuerza natural, proceden contra la naturaleza y realizan un acto torpe e intrínsecamente deshonesto.

56. No es extraño, por consiguiente, que hasta las mismas Sagradas Escrituras testifiquen el odio implacable con que la divina Majestad detesta, sobre todo, este nefando crimen, habiendo llegado a castigarlo a, veces incluso con la muerte, según recuerda San Agustín: «Porque se cohabita ilícita y torpemente incluso con la esposa legítima cuando se evita la concepción de la prole. Lo cual hacía Onán, hijo de Judas, y por ello Dios lo mató».

[Las prácticas anticoncepcionistas]

57. Puesto que algunos, apartándose manifiestamente de la doctrina cristiana, enseñada ya desde el principio y sin interrupción en el tiempo, han pretendido recientemente que debía implantarse solemnemente una doctrina distinta sobre este modo de obrar, la Iglesia católica, a quien Dios mismo ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, en medio de esta ruina de las mismas, para conservar inmune de esta torpe lacra la castidad de la alianza conyugal, como signo de su divina misión, eleva su voz a través de nuestra palabra y promulga de nuevo que todo uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto quede privado, por industria de los hombres, de su fuerza natural de procrear vida, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y quienes tal hicieren contraen la mancha de un grave delito.

58. En virtud de nuestra suprema autoridad y cuidado de la salvación de las almas de todos, amonestamos, por consiguiente, a los sacerdotes confesores y a los demás que tienen cura de almas que no consientan que los fieles a ellos encomendados vivan en error acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que procuren mantenerse ellos mismos inmunes de falsedades de esta índole ni por concepto alguno contemporicen jamás con ellas. Si confesor o pastor de almas indujere él mismo, ¡Dios nos libre de ello!, a tales errores a los fieles a su cargo, ya con su aprobación, ya con un doloso silencio, sepa que él habrá de rendir estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de la traición de su ministerio, y considere que fueron dichas para él aquellas palabras de Cristo: Son ciegos y guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo.

59. No pocas veces se alegan en defensa del uso abusivo del matrimonio causas ficticias o exageradas –y no vamos a hablar de las deshonestas–. Pero la Iglesia, Madre piadosa, entiende muy bien y siente profundamente cuanto se refiere a la salud y a la vida de la madre en peligro. ¿Quién podrá ver esto sin compadecerse? ¿Quién no se sentirá movido por la más profunda admiración al ver a una madre entregándose con una fortaleza heroica a una muerte casi segura para conservar la vida de la prole una vez concebida? Sólo Dios, opulencia y misericordia suma, será capaz de premiar suficientemente los sufrimientos que a ella le impone este deber de naturaleza, y le dará, sin duda, la medida no sólo plena, sino colmada.

60. Sabe perfectamente también la santa Iglesia que no pocas veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo padece, cuando por una causa de extrema gravedad permite una perversión del recto orden, sin quererla él mismo, quedando por esto sin culpa, siempre que aun en ese caso tenga presente la ley de la caridad y procure apartar y alejar al otro del pecado. Tampoco puede decirse que procedan contra naturaleza aquellos cónyuges que hacen uso de su derecho de un modo recto y natural, aun cuando, por causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no pueda nacer de ello nueva vida. Pues existen también, tanto en el matrimonio mismo cuanto en el uso del derecho conyugal, fines secundarios, cuales son la mutua ayuda, el fomento del amor recíproco y el sosiego de la concupiscencia, cuya consecución no está prohibida en modo alguno a los cónyuges, con tal de que quede a salvo la intrínseca naturaleza del acto y, por consiguiente, su debida ordenación al fin primario.

61. Nos contristan, asimismo, profundamente las quejas de aquellos cónyuges que, acosados por la dura necesidad, encuentran enormes dificultades para el sostenimiento de los hijos.

62. Habrá que cuidar, sin embargo, y de la manera más absoluta, que las condiciones funestas de las cosas externas no originen un error mucho más funesto todavía. No puede surgir dificultad alguna capaz de derogar la obligación impuesta por los mandamientos de la ley de Dios, que prohíbe los actos por su íntima naturaleza malos. Cualesquiera que sean las circunstancias, siempre será posible a los cónyuges, robustecidos por la gracia de Dios, cumplir fielmente con su cometido y conservar en el matrimonio la castidad limpia de esa torpe mancha; pues subsiste firme la verdad de la fe cristiana, expresada por el magisterio del concilio Tridentino: «Nadie [debe] hacer uso de aquella opinión temeraria y anatematizada por los Santos Padres de que el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible para el hombre justificado. Puesto que Dios no manda imposibles, sino que mandando te exhorta no sólo a que hagas lo que puedas, sino también a que pidas lo que no puedas, y te ayuda para que puedas». Y esta misma doctrina ha sido de nuevo solemnemente preceptuada por la Iglesia y confirmada en la condenación de la herejía jansenista, que se atrevió a blasfemar de la bondad de Dios de esta manera: «Hay algunos preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y afanándose, dadas las fuerzas actuales de que disponen, no pueden cumplir; les falta también la gracia con que se hagan posibles».

[Las prácticas abortivas]

63. Y tenemos que tocar todavía, venerables hermanos, otro delito gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole encerrada en el claustro materno. Pretenden unos que esto sea permitido y que quede al beneplácito de la madre o del padre; otros, por el contrario, lo estiman ilícito, a no ser que concurran motivos graves, a que dan el nombre de indicación médica, social o eugenésica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales, que prohíben la muerte de la prole engendrada y no nacida todavía, exigen que las leyes públicas reconozcan y declaren libre de toda pena el tipo de indicación que cada cual defiende. Más aún: no faltan quienes pidan el concurso de los magistrados públicos en estas intervenciones mortíferas, que, ¡oh dolor!, son sumamente frecuentes en algunas partes, como es sabido de todos.

64. Respecto de la indicación médica y terapéutica –para emplear sus propias palabras–, ya hemos dicho, venerables hermanos, cuánta compasión nos inspira la madre a que por oficio de naturaleza amenazan peligros graves de salud, incluso de la vida; pero ¿qué podrá jamás excusar en modo alguno la muerte directa del inocente? Y de ésta se trata aquí. Se la infiera a la madre o a la prole, está contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza: ¡No matarás! La vida de ambos es igualmente sagrada, y ni siquiera la autoridad pública estará facultada jamás para conculcarla. Es un desacierto total querer deducir esto contra los inocentes del derecho de espada, que cabe exclusivamente contra los reos; no vale aquí tampoco el derecho de cruenta defensa contra el injusto agresor (pues ¿quién llamará agresor injusto a un inocente párvulo?); ni asiste «derecho –según lo llaman– de extrema necesidad» alguno por el cual se pueda llegar hasta procurar directamente la muerte del inocente. Trabajan laudablemente, por tanto, los médicos probos y expertos en la defensa y conservación de ambas vidas, la de la madre y la de la prole; se mostrarán, en cambio, indignos en sumo grado del noble nombre y fama de médicos cuantos, bajo pretexto de medicinar o movidos por una falsa misericordia, llevaran a la muerte a una o a otra.

65. Todo esto está plenamente de acuerdo con las severas palabras del Obispo de Hipona cuando reprende a los cónyuges desnaturalizados que tratan de evitar la prole y, cuando no tienen éxito, no temen exterminarla criminalmente: «Algunas veces –dice– llega hasta el punto esta libidinosa crueldad o cruel libido, que incluso se procura venenos de esterilidad, y si de nada le sirven, extingue y disuelve dentro de las vísceras los fetos concebidos, prefiriendo que su descendencia perezca antes que viva, o, si ya vivía en el útero, matarla antes de nacer. Si los dos son tales, no son cónyuges en absoluto; y, si lo fueran desde el principio, no se unieron por el matrimonio, sino más bien por el estupro; y, si no son tales los dos, entonces me atrevo a decir o que ella es, en cierto modo, meretriz del marido, o él adúltero de su esposa».

66. Lo que suele aducirse en pro de la indicación social y eugenésica puede y debe tenerse en cuenta si los medios son honestos y dentro de ciertos límites; pero querer proveer a las necesidades en que se funda dando muerte a inocentes, es opuesto y contrario al precepto divino, promulgado en estas palabras apostólicas: No se deben hacer males para que vengan bienes.

67. Finalmente, no es lícito olvidar a los que gobiernan las naciones o dictan sus leyes que es obligación de la autoridad pública defender, con las adecuadas leyes y penas, la vida de los inocentes, y esto tanto más cuanto menos pueden defenderse por sí mismos aquellos cuya vida es puesta en peligro y atacada, entre los cuales se hallan en primer lugar, sin duda alguna, los infantes encerrados en las entrañas maternales. Y si los funcionarios públicos no sólo no defienden a estos pequeñuelos, sino que con sus leyes y disposiciones permiten, más aún, los ponen para ser muertos en manos de médicos o de otros cualesquiera, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre del inocente, que desde la tierra está clamando al cielo.

[Derecho del hombre a contraer matrimonio]

68. Es necesario condenar, por último, aquella perniciosa práctica que afecta de una manera inmediata al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero que también toca por una verdadera razón a la prole. Hay quienes, en efecto, demasiado solícitos de los fines eugenésicos, no sólo dan ciertos consejos idóneos para procurar con mayor seguridad la salud y el vigor de la prole futura –lo que verdaderamente no es contrario a la recta razón–, sino que anteponen el fin eugenésico a cualquiera otro, incluso de orden más alto, y pretenden que la autoridad pública prohíba el matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su teoría, estiman que habrán de dar una prole defectuosa y enferma por transmisión hereditaria, aun cuando aquellos sean de por sí aptos para el matrimonio. Más aún: aspiran a que, incluso contrariando su voluntad, se les prive de dicha natural facultad por la ley a informe del médico; y esto no para la aplicación por la autoridad de una pena cruenta por un delito cometido o para precaver crímenes futuros, sino contra toda ley y derecho, con una facultad que se arrogan los magistrados civiles, la cual jamás tuvieron ni pueden tener legítimamente.

69. Cuantos proceden así, criminosamente olvidan que es más santa la familia que el Estado y que los hombres ante todo no se engendran para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de ningún modo indudablemente es lícito inculpar gravemente por el hecho de contraer matrimonio a unos hombres que, no obstante, capaces por lo demás, y pese a todos sus cuidados y diligencia, se conjetura que sólo podrán tener una descendencia defectuosa, por más que muchas veces se deba disuadirlos del matrimonio.

70. Los magistrados públicos, sin embargo, no tienen potestad alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego ni por razones eugenésicas ni por ningunas otras pueden jamás directamente lesionar ni tocar la integridad corporal cuando no existe culpa ni causa alguna de pena cruenta. Esto mismo enseña Santo Tomás de Aquino cuando, al investigar sobre si los jueces humanos pueden afligir con algún mal a una persona para precaver males futuros, dice que sí respecto de cierta clase de males, pero lo niega, con justa razón y derecho, respecto de la lesión corporal: «Jamás, según el juicio humano, debe uno ser castigado, sin culpa, con pena de azote para privarle de la vida, mutilarlo o herirlo».

71. Por lo demás, la doctrina cristiana enseña, y consta por la misma luz de la razón natural, que las propias personas privadas no tienen otro dominio sobre los miembros de su cuerpo fuera del que corresponde a los fines naturales de los mismos, ni pueden destruirlos o mutilarlos e inutilizarlos por cualquier otro procedimiento para sus funciones naturales, a no ser cuando no se pueda proveer de otra manera el bien de todo el cuerpo.

b) Atentados contra la fidelidad

72. Pasando ya al segundo capítulo de errores referentes a la fidelidad del matrimonio, todo el que peca contra la prole, peca consiguientemente también contra la fidelidad del matrimonio, puesto que uno y otro bien del matrimonio guardan conexión entre sí. Pero hay que enumerar particularmente, además, otros tantos capítulos de errores y corruptelas contra la fidelidad del matrimonio cuantas son las virtudes domésticas que comprende dicha fidelidad; a saber: la casta fidelidad de ambos cónyuges, la honesta obediencia de la esposa al marido y, finalmente, el firme y mutuo amor entre ambos.

73. Corrompen en primer lugar, por consiguiente, la fidelidad quienes piensan que se debe contemporizar con las opiniones y costumbres de estos tiempos sobre cierta falsa y nada inofensiva amistad con extraños, y afirman que hay que conceder a los cónyuges una mayor libertad de sentimientos y de trato en estas mutuas relaciones, y esto tanto más cuanto que (según pretenden) no pocos tienen una condición sexual congénita que no puede satisfacerse dentro de los estrechos límites del matrimonio monogámico. Por lo cual tildan de anticuada estrechez de entendimiento y de corazón, o de abyecta y vil envidia o celos, aquel rígido hábito de los cónyuges honestos que condena y rechaza todo afecto y acto libidinoso con extraños; y, por tanto, pretenden que son nulas o que deben ser anuladas cuantas leyes penales establece la sociedad civil sobre la observancia de la fidelidad conyugal.

74. El noble sentimiento de los esposos castos reprueba enérgicamente de hecho y desprecia, aun guiado por la sola naturaleza, tales invenciones como vanas y torpes; y esta voz de la naturaleza se halla indudablemente aprobada y confirmada tanto por el mandato de Dios: No fornicarás, cuanto aquel de Cristo: Quienquiera que mire a una mujer para desearla, ya ha adulterado en su corazón. Y no habrá costumbre humana o ejemplo depravado ni especie alguna de progreso de la humanidad que pueda debilitar jamás la fuerza de este precepto divino. Pues igual que es uno y el mismo Jesucristo ayer, hoy y por todos los siglos, así permanece una y la misma la doctrina de Cristo, de la que no caerá ni siquiera un ápice hasta que todo se cumpla.

[Emancipación de la mujer]

75. Cuantos de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad conyugal, esos mismos maestros de errores tiran también fácilmente por tierra la fiel y honesta sumisión de la mujer al marido. Incluso muchos de éstos vociferan todavía con mayor audacia que la sujeción de un cónyuge al otro es una indignidad; que los derechos de los cónyuges son todos iguales, y con la mayor presunción proclaman que, al ser violados con la servidumbre de uno, ya se ha operado o debe operarse una cierta emancipación de la mujer. Y distinguen tres tipos de emancipación, según que tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del patrimonio familiar o la evitación o extinción de la prole, llamándolas social, económica y fisiológica; fisiológica, en cuanto pretenden que las mujeres, a su arbitrio, sean libres o deba dejárselas libres de las cargas conyugales o maternales propias de la esposa (ya hemos dicho suficientemente que esto no es emancipación, sino un horrendo crimen); económica, pues defienden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos, administrarlos, haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; finalmente, social, porque tratan de apartar de la mujer los cuidados domésticos, tanto de los hijos cuanto de la familia, a fin de que, abandonados aquéllos, pueda entregarse a sus aficiones y dedicarse a asuntos y negocios incluso públicos.

76. Pero ni ésta es una verdadera emancipación de la mujer ni aquélla libertad concordé con la razón, y llena de dignidad, que se debe a la misión de mujer y de esposa cristiana y noble; antes bien, es corrupción de la feminidad y de la dignidad de madre y perversión de toda la familia, en que el marido se ve privado de la esposa; los hijos, de la madre, y la casa y la familia toda, de su custodio siempre vigilante. Más aún: esta falsa libertad y antinatural igualdad con el marido se vuelve en daño de la mujer misma, ya que, si la mujer desciende de la sede verdaderamente regia a que, dentro de los muros del hogar, ha sido elevada por el Evangelio, no tardará (si no en la apariencia, sí en la realidad) en caer de nuevo en la vieja esclavitud y volverá a ser, como lo fue entre los gentiles, un mero instrumento del hombre.

77. Esa igualdad de derechos, que tanto se exagera y pregona, debe admitirse, sin duda alguna, en todo aquello que corresponde a la persona y a la dignidad humanas y en las cosas que son consecuencia del pacto nupcial y son inherentes al matrimonio; es incuestionable que en estas cosas los dos cónyuges gozan de los mismos derechos y tienen las mismas obligaciones; en lo demás debe reinar cierta desigualdad y moderación, que postulan el bien de la familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad doméstica y del orden.

78. Pero si en alguna parte, a causa de los diferentes usos y costumbres sociales, deben cambiarse algún tanto las condiciones sociales y económicas de la mujer casada, corresponde a la autoridad pública acomodar los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de estos tiempos, pero teniendo siempre en cuenta lo que reclama la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la familia, y siempre también que quede a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, que ha sido establecido por una autoridad y sabiduría más alta que la humana, o sea, por la divina, y que no puede ser alterado ni por las leyes públicas ni por convenios privados.

79. Pero los más modernos enemigos del matrimonio van todavía más lejos, por cuanto sustituyen el amor verdadero y constante, fundamento de la felicidad conyugal y de la felicidad íntima, por una ciega coincidencia temperamental y una conformidad de caracteres, a que llaman simpatía; cesando la cual, sostienen, se relaja y disuelve el único vínculo que liga los ánimos. ¿Qué es esto sino construir sobre la arena? Tan pronto como el edificio fuere azotado por los vientos de la adversidad, dice Cristo Nuestro Señor que será socavado constantemente y acabará por tierra: Y soplaron los vientos y azotaron aquella casa, y se vino abajo, y fue grande su ruina. En cambio, el edificio que se hubiere levantado sobre roca, es decir, sobre el mutuo amor de los esposos, y consolidado por la unión deliberada y constante de las almas, no habrá adversidad que lo conmueva ni mucho menos que llegue a derribarlo.

c) Atentados contra el sacramento

80. Hasta aquí, venerables hermanos, hemos defendido los dos primeros bienes del matrimonio cristiano, sin duda importantísimos, que tanto combaten los enemigos de la sociedad contemporánea. Mas como el tercer bien, esto es, el sacramento, supera con mucho a los otros dos, nada de extraño tiene que veamos esta excelencia atacada por aquellos mismos por encima de todo y con particular encono. Sostienen, en primer lugar, que el matrimonio es asunto totalmente profano y civil exclusivamente, y que de ninguna manera debe hallarse sometido a una sociedad religiosa, la Iglesia de Cristo, sino al Estado; y en tal caso añaden que la alianza conyugal debe ser liberada de todo vínculo indisoluble, y no sólo toleradas, sino autorizadas por la ley las separaciones o divorcios de los cónyuges, con lo que, finalmente, ocurrirá que, despojado de toda su santidad, el matrimonio vendrá a enumerarse entre los asuntos profanos y civiles.

81. Hacen consistir lo primero en que se considere como verdadero contrato nupcial el solo acto civil (y lo llaman matrimonio civil); el acto religioso vendría a ser como un aditamento, permisible a lo sumo al vulgo supersticioso. Pretenden, además, que se autorice sin restricciones los matrimonios mixtos entre católicos y acatólicos, sin tener en cuenta para nada la religión y sin solicitar el consentimiento de la autoridad religiosa. Lo segundo, que es consecuencia, consiste en excusar los divorcios perfectos y en elogiar y fomentar las leyes civiles que favorecen la disolución del vínculo.

82. Puesto que lo que ha de destacarse acerca del carácter religioso de todo matrimonio, y especialmente del matrimonio y del sacramento cristiano, se halla tratado extensamente y demostrado con graves argumentos en la carta encíclica de León XIII, que hemos mencionado tantas veces y que también hemos hecho nuestra expresamente, a ella nos remitimos aquí, y estimamos que son muy pocas cosas las que deben recordarse aquí.

83. Aun ateniéndonos a la sola razón natural, sobre todo si se estudian los documentos de la historia antigua, si se interroga a la conciencia constante de los pueblos, si se consultan las instituciones y costumbres de todas las naciones, consta suficientemente que hasta en el mismo matrimonio natural hay algo de sagrado y religioso, «no adventicio, sino congénito; no recibido de los hombres, sino implicado en la naturaleza», ya que «tiene a Dios por autor y ha sido ya desde el principio mismo una cierta imagen de la encarnación del Verbo divino». Porque esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan íntimamente ligada con la religión y con el orden de las cosas sagradas, surge simultáneamente tanto de aquel origen divino, antes recordado, cuanto del fin de engendrar y educar para Dios la descendencia, como también para unir a los cónyuges con Dios mediante un cristiano amor y la ayuda mutua; cuanto, finalmente, del mismo natural oficio del matrimonio, instituido por la mente providentísima de Dios Creador para ser como un vehículo transportador de vida, mediante el cual los padres sirven como auxiliares de la omnipotencia divina. A esto viene a añadirse un nuevo título de dignidad, derivada del sacramento, en virtud de la cual el matrimonio cristiano es ennoblecido sobremanera y elevado a una tan grande excelencia, que haya sido visto por el Apóstol como misterio grande, en todo honorable.

84. Este carácter religioso del matrimonio y su excelsa significación de la gracia y de la unión entre Cristo y la Iglesia exige de los prometidos una santa reverencia y un santo afán para que el matrimonio que van a contraer imite lo más posible aquel modelo.

85. Pero dejan mucho que desear en esta materia, y a veces con peligro de la salvación eterna, los que temerariamente contraen matrimonios mixtos de los que el maternal amor de la Iglesia retrae a los suyos por causas gravísimas, según aparece en muchos documentos, comprendidos en aquel canon del Código que establece lo siguiente: «La Iglesia prohíbe severísimamente en todas partes que se contraiga matrimonio entre dos personas bautizadas de las cuales una sea católica y la otra adscrita a una secta herética o cismática; y, si hay peligro de perversión del cónyuge católico y de la prole, el matrimonio está vedado incluso por ley divina». Y aunque a veces la Iglesia, atendidas las circunstancias de tiempos, cosas y personas (a salvo siempre el derecho divino y, mediante las oportunas cautelas, eliminado, en la medida de lo posible, el peligro de perversión), no rehúsa la dispensa, difícilmente, sin embargo, podrá ocurrir que el cónyuge católico no reciba algún daño a causa de estas nupcias.

86. De donde resulta no pocas veces en la descendencia la lamentable defección de la religión o, por lo menos, la peligrosa caída en esa negligencia o, según la llaman, indiferencia religiosa, lindante con la infidelidad y la impiedad. Unese a esto que en los matrimonios mixtos se hace mucho más difícil esa conformación de las almas que debe imitar el misterio antes recordado, o sea, la arcana unión de la Iglesia con Cristo.

87. Fácilmente faltará, en efecto, la estrecha unión de las almas, que, como signo y nota de la Iglesia de Cristo, conviene que sea igualmente signo, esplendor y ornato del matrimonio cristiano. Ya que suele romperse o, por lo menos, relajarse el vínculo de las almas allí donde hay disconformidad de pareceres y diversidad de voluntades acerca de aquellas cosas últimas y supremas que el hombre venera, esto es, acerca de las verdades y sentimientos religiosos. Por ello el peligro de que languidezca el amor entre los cónyuges e igualmente de que se destruyan la paz y la felicidad de la sociedad doméstica, que nace principalísimamente de la unidad de los corazones. Pues, como ya había definido desde tantos siglos el antiguo derecho romano, «matrimonio es la unión del hombre y de la mujer y el consorcio de toda la vida y comunicación del derecho divino y humano» .

[El divorcio]

88. Pero lo que sobre todo impide, como ya hemos dicho, venerables hermanos, esta restauración y perfección del matrimonio, instituida por Cristo Nuestro Redentor, es la facilidad, de día en día creciente, de los divorcios. Más aún: los propulsores del neopaganismo, nada conocedores de la triste realidad de las cosas, arremeten cada día con mayor crudeza contra la sagrada indisolubilidad del matrimonio y contra las leyes que la favorecen y propugnan que se decrete la licitud de los divorcios a fin de que suceda una ley nueva y más humana a las leyes anticuadas.

89. Y presentan éstos muchas y diferentes causas de divorcio, fundadas unas en vicio o culpa de las personas; otras, en las cosas (llamadas aquéllas subjetivas, y éstas, objetivas); en fin, todo lo que hace más áspera e ingrata la comunidad indivisible de vida. Y pretenden demostrar, además, estas causas y leyes por muchas razones: en primer lugar, por el bien de ambos cónyuges, sea que uno de ellos es inocente, y por ello goza del derecho de separarse del culpable; sea que es reo de crímenes, y por lo mismo debe ser separado de una unión desagradable y forzada; en segundo lugar, por el bien de la prole, que se ve privada de la recta educación o desaprovecha los frutos de la misma, ya que con suma facilidad, padeciendo ofensa con las discordias de los padres y con otros malos ejemplos, se aparta del camino de la virtud; finalmente, por el bien común de la sociedad, que exige, primero, que se extingan por completo aquellos matrimonios que ya no sirven para conseguir lo que la naturaleza tiene por objeto; y luego, para que se dé facultad legal de separarse a los cónyuges, tanto para evitar crímenes fácilmente de temer en la convivencia y unión de unos cónyuges tales cuanto para que los tribunales de justicia y la autoridad de las leyes no se tengan de día en día en menos estima, ya que los cónyuges, para obtener la deseada sentencia de divorcio, o cometerán deliberadamente crímenes, en virtud de los cuales el juez puede según la ley disolver el vínculo, o mentirán y perjurarán insolentemente ante el juez que los han cometido, aunque dicho juez vea claramente la verdad de las cosas. Por lo cual se dice que las leyes tendrán que acomodarse a todas estas necesidades y a las diferentes condiciones de los tiempos, a las opiniones de los hombres y a las instituciones y costumbres de las naciones; razones que, tomadas una a una, pero sobre todo en su conjunto, demuestran con toda evidencia que, por determinadas causas, debe concederse en absoluto la facultad de divorciarse.

90. Otros, yendo más lejos con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio, en cuanto contrato meramente privado, debe dejarse en absoluto, como se hace en los demás contratos privados, igualmente al consentimiento y arbitrio privado de ambos contrayentes, y que, por tanto, puede disolverse por cualquier causa.

91. Pero también contra todas estas insensateces subsiste en pie, venerables hermanos, la ley de Dios, única de toda certeza, ampliamente confirmada por Cristo, y que no podrá ser debilitada ni por decretos de hombres, ni por sufragios de pueblos, ni por voluntad alguna de legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Y Si el hombre llegara, contra todo derecho, a separarlo, ello sería totalmente nulo; con razón, además, según hemos visto más de una vez, ha afirmado el mismo Cristo: Todo el que abandona a su esposa y toma a otra, adultera; y adultera también el que toma a la abandonada por su marido. Y estas palabras de Cristo se refieren a cualquier matrimonio, incluso el solamente natural y legítimo; pues a todo verdadero matrimonio conviene aquella indisolubilidad en virtud de la cual lo que toca a la disolución del vínculo se halla totalmente sustraído al beneplácito de las partes y a toda potestad secular.

92. Debe recordarse igualmente el juicio solemne con que el concilio Tridentino condenó estas doctrinas: «Si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede disolverse por herejía, o por molesta cohabitación, o por afectada ausencia, sea anatema»; y: «Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña, según la doctrina evangélica y apostólica, que, a causa del adulterio de uno de los cónyuges, el vínculo del matrimonio no puede disolverse, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, no puede, viviendo el otro cónyuge, contraer nuevo matrimonio, y que adulteran tanto aquel que, abandonada la adúltera, toma a otra, cuanto aquella que, abandonado el adúltero, se casare con otro, sea anatema».

93. Si la Iglesia, por consiguiente, no erró ni yerra cuando enseñó y enseña esto y, por lo mismo, es absolutamente cierto que el vínculo matrimonial no puede ser disuelto ni siquiera por el adulterio, es claro que las restantes causas de divorcio que suelen alegarse pesan mucho menos y no debe concedérseles importancia alguna.

[Remedios y consecuencias]

94. Por lo demás, las objeciones contra la indisolubilidad del matrimonio antes presentadas y deducidas de tres capítulos tienen fácil solución. Pues todos esos inconvenientes se evitan y se ahuyentan los peligros con sólo permitir, en tales extremas circunstancias, la separación imperfecta de los cónyuges, es decir, quedando incólume e íntegro el vínculo, y que la misma ley de la Iglesia concede en las claras palabras de los cánones que dictaminan sobre la separación de lecho, mesa y habitación. Corresponde a las leyes sagradas, y en parte al menos también a las leyes públicas, conviene a saber: en lo que atañe a las relaciones y efectos civiles, determinar las causas, las condiciones de dicha separación, así como también el modo y las cauciones con que se ha de satisfacer no sólo a la educación de los hijos, sino también a la incolumidad de la familia, y se salvaguarde, en la medida de lo posible, de los daños que puedan amenazarles tanto al cónyuge como a los hijos y aun a la misma sociedad civil.

95. Cuanto suele aducirse para afirmar la indisolubilidad del matrimonio, y que anteriormente hemos tocado, todo y con igual derecho consta que vale ya para excluir la necesidad y el permiso de divorcio, ya para negar la potestad de concederlo a cualquier magistrado; asimismo, cuantos son los preclaros beneficios que reporta la primera, otros tantos son, por el contrario, en la otra parte, los daños, sumamente perniciosos tanto para los individuos cuanto para toda la sociedad humana.

96. Y haciendo uso, una vez más, de la sentencia de nuestro predecesor, casi no hace falta decir que como es de grande la cantidad de bienes que implica la indisoluble firmeza del matrimonio, así lo es la cosecha de males que comporta el divorcio. En efecto, vemos de un lado, por el vínculo inviolable, los matrimonios firmes y seguros; del otro, ante la perspectiva de una posible separación de los esposos o ante la presencia de los peligros mismos del divorcio, las alianzas conyugales inestables o ciertamente carcomidas por angustiosas sospechas. De un lado vemos admirablemente consolidada la benevolencia mutua y la unión de los buenos; del otro, extenuada de manera lastimosa por esa sola posibilidad de hallarse rotas. De un lado, protegida inmejorablemente la casta fidelidad de los cónyuges; del otro, presa de los perniciosos incentivos de la infidelidad. De un lado, asegurados con toda eficacia el reconocimiento, la protección y la educación de los hijos; del otro, expuestos aun a los más graves daños. De un lado, cerradas las numerosas puertas de la disensión entre familias y parientes; del otro, campando por doquiera las ocasiones de discordia. De un lado, fácilmente sofocadas las semillas del odio; del otro, sembradas copiosamente y a todos los vientos. De un lado, felizmente restablecidos y recuperados, sobre todo, la dignidad y el cometido de la mujer tanto en la sociedad doméstica cuanto en la civil; del otro, indignamente envilecida, ya que las esposas se hallan expuestas al peligro «de ser abandonadas luego de haber servido al deleite de los maridos».

97. Y, puesto que para perder a las familias, concluyendo con las gravísimas palabras de León XIII, «y para destruir el poderío de los reinos nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones; con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos todos los diques».

98. Por consiguiente, como se lee en esa misma encíclica, «si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a... un peligro y una ruina universal». Todo lo cual, vaticinado ya apenas hace cincuenta años, está sobradamente confirmado por la creciente corrupción de las costumbres y por la inaudita depravación de la familia en aquellas regiones donde domina plenamente el comunismo.

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