VI. Conclusión

135. Es nuestro deseo, venerables hermanos, que todo cuanto, movidos de solicitud pastoral, acabamos de considerar atentamente con vosotros, lo difundáis ampliamente y lo expliquéis, conforme a las normas de la prudencia cristiana, entre todos los amados hijos confiados a vuestra inmediata vigilancia, para que todos conozcan la sana doctrina acerca del matrimonio, se guarden diligentemente de los peligros preparados por los voceros del error y, sobre todo, «para que, renegando de la impiedad y de las apetencias seculares, vivan sobria, justa y piadosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y el advenimiento de la gloria de Jesucristo, nuestro gran Dios y Salvador».

136. Haga, pues, el Padre omnipotente, de quien recibe nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra, que robustece a los débiles y da ánimo a los apocados y a los tímidos; haga Cristo Nuestro Señor y Redentor, fundador y perfeccionador de los venerables sacramentos, que quiso e hizo que el matrimonio fuera mística imagen de su inefable unión con la Iglesia; haga el Espíritu Santo, Dios amor, luz de los corazones y fortaleza de la mente, que cuanto hemos expuesto en esta nuestra encíclica sobre el santo sacramento del matrimonio, sobre la admirable ley y voluntad de Dios acerca del mismo, sobre los errores y peligros que lo amenazan y sobre los remedios con que éstos pueden ser combatidos, todos lo guarden en su mente, lo acaten con pronta voluntad y, con la ayuda de la gracia de Dios, lo lleven a la práctica, para que así vuelvan a florecer y a tener vigor en los matrimonios cristianos la fecundidad consagrada a Dios, la inmaculada fidelidad, la firmeza inquebrantable, la santidad del sacramento y la plenitud de las gracias.

137. Y para que Dios, autor de todas las gracias, de quien es propio querer y perfeccionar todas las cosas, haga según su benignidad y omnipotencia y se digne concederlo todo, mientras con humilde ánimo elevamos fervorosas plegarias al trono de su gracia, a vosotros, venerables hermanos, así como al clero y pueblo cristiano encomendado a los asiduos desvelos de vuestra vigilancia, como prenda de la copiosa bendición del mismo omnipotente Dios, os impartimos con todo amor la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre de 1930, año noveno de nuestro pontificado.

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