III. Ataques de que es objeto

Negación de la potestad de la Iglesia

10. No faltan, sin embargo, quienes, ayudados por el enemigo del género hurmano, igual que con incalificable ingratitud rechazan los demás beneficios de la redención, desprecian también o tratan de desconocer en absoluto la restauración y elevación del matrimonio. Fue falta de no pocos entre los antiguos haber sido enemigos en algo del matrimonio; pero es mucho más grave en nuestros tiempos el pecado de aquellos que tratan de destruir totalmente su naturaleza, perfecta y completa en todas sus partes. La causa de ello reside principalmente en que, imbuidos en las opiniones de una filosofía falsa y por la corrupción de las costumbres, muchos nada toleran menos que someterse y obedecer, trabajando denodadamente, además, para que no sólo los individuos, sino también las familias y hasta la sociedad humana entera desoiga soberbiamente el mandato de Dios. Ahora bien: hallándose la fuente y el origen de la sociedad humana en el matrimonio, les resulta insufrible que el mismo esté bajo la jurisdicción de la Iglesia y tratan, por el contrario, de despojarlo de toda santidad y de reducirlo al círculo verdaderamente muy estrecho de las cosas de institución humana y que se rigen y administran por el derecho civil de las naciones. De donde necesariamente había de seguirse que atribuyeran todo derecho sobre el matrimonio a los poderes estatales, negándoselo en absoluto a la Iglesia, la cual, si en un tiempo ejerció tal potestad, esto se debió a indulgencia de los príncipes o fue contra derecho. Y ya es tiempo, dicen, que los gobernantes del Estado reivindiquen enérgicamente sus derechos y reglamenten a su arbitrio cuanto se refiere al matrimonio. De aquí han nacido los llamados matrimonios civiles, de aquí esas conocidas leyes sobre las causas que impiden los matrimonios; de aquí esas sentencias judiciales acerca de si los contratos conyugales fueron celebrados válidamente o no. Finalmente, vemos que le ha sido arrebatada con tanta saña a la Iglesia católica toda potestad de instituir y dictar leyes sobre este asunto, que ya no se tiene en cuenta para nada ni su poder divino ni sus previsoras leyes, con las cuales vivieron durante tanto tiempo unos pueblos, a los cuales llegó la luz de la civilización juntamente con la sabiduría cristiana.

Carácter religioso del matrimonio

11. Los naturalistas y todos aquellos que se glorían de rendir culto sobre todo al numen popular y se esfuerzan en divulgar por todas las naciones estas perversas doctrinas, no pueden verse libres de la acusación de falsedad. En efecto, teniendo el matrimonio por su autor a Dios, por eso mismo hay en él algo de sagrado y religioso, no adventicio, sino ingénito; no recibido de los hombres, sino radicado en la naturaleza. Por ello, Inocencio III(29) y Honorio III(30), predecesores nuestros, han podido afirmar, no sin razón ni temerariamente, que el sacramento del matrimonio existe entre fieles e infieles. Nos dan testimonio de ello tanto los monumentos de la antigüedad cuanto las costumbres e instituciones de los pueblos que anduvieron más cerca de la civilización y se distinguieron por un conocimiento más perfecto del derecho y de la equidad: consta que en las mentes de todos éstos se hallaba informado y anticipado que, cuando se pensaba en el matrimonio, se pensaba en algo que implicaba religión y santidad. Por esta razón, las bodas acostumbraron a celebrarse frecuentemente entre ellos, no sin las ceremonias religiosas, mediante la autorización de los pontífices y el ministerio de los sacerdotes. ¡Tan gran poder tuvieron en estos ánimos carentes de la doctrina celestial la naturaleza de las cosas, la memoria de los orígenes y la conciencia del género humano! Por consiguiente, siendo el matrimonio por su virtud, por su naturaleza, de suyo algo sagrado, lógico es que se rija y se gobierne no por autoridad de príncipes, sino por la divina autoridad de la Iglesia, la única que tiene el magisterio de las cosas sagradas. Hay que considerar después la dignidad del sacramento, con cuya adición los matrimonios cristianos quedan sumamente ennoblecidos. Ahora bien: estatuir y mandar en materia de sacramentos, por voluntad de Cristo, sólo puede y debe hacerlo la Iglesia, hasta el punto de que es totalmente absurdo querer trasladar aun la más pequeña parte de este poder a los gobernantes civiles. Finalmente, es grande el peso y la fuerza de la historia, que clarísimamente nos enseña que la potestad legislativa y judicial de que venimos hablando fue ejercida libre y constantemente por la Iglesia, aun en aquellos tiempos en que torpe y neciamente se supone que los poderes públicos consentían en ello o transigían. ¡Cuán increíble, cuán absurdo que Cristo Nuestro Señor hubiera condenado la inveterada corruptela de la poligamia y del repudio con una potestad delegada en El por el procurador de la provincia o por el rey de los judíos! ¡O que el apóstol San Pablo declarara ilícitos el divorcio y los matrimonios incestuosos por cesión o tácito mandato de Tiberio, de Calígula o de Nerón! Jamás se logrará persuadir a un hombre de sano entendimiento que la Iglesia llegara a promulgar tantas leyes sobre la santidad y firmeza del matrimonio(31), sobre los matrimonios entre esclavos y libres(32), con una facultad otorgada por los emperadores romanos, enemigos máximos del cristianismo, cuyo supremo anhelo no fue otro que el de aplastar con la violencia y la muerte la naciente religión de Cristo; sobre todo cuando el derecho emanado de la Iglesia se apartaba del derecho civil, hasta el punto de que Ignacio Mártir(33), Justino(34), Atenágoras(35) y Tertuliano(36) condenaban públicamente como injustos y adulterinos algunos matrimonios que, por el contrario, amparaban las leyes imperiales. Y cuando la plenitud del poder vino a manos de los emperadores cristianos, los Sumos Pontífices y los obispos reunidos en los concilios prosiguieron, siempre con igual libertad y conciencia de su derecho, mandando y prohibiendo en materia de matrimonios lo que estimaron útíl y conveniente según los tiempos, sin preocuparles discrepar de las instituciones civiles. Nadie ignora cuántas instituciones, frecuentemente muy en desacuerdo con las disposiciones imperiales, fueron dictadas por los prelados de la Iglesia sobre los impedimentos de vínculo, de voto, de disparidad de culto, de consanguinidad, de crimen, de honestidad pública en los concilios Iliberitano(37), Arelatense(38), Calcedonense(39), Milevitano I I(40) y otros. Y ha estado tan lejos de que los príncipes reclamaran para sí la potestad sobre el matrimonio cristiano, que antes bien han reconocido y declarado que, cuanta es, corresponde a la Iglesia. En efecto, Honorio, Teodosio el Joven y Justiniano(41) no han dudado en manifestar que, en todo lo referente a matrimonios, no les era lícito ser otra cosa que custodios y defensores de los sagrados cánones. Y si dictaminaron algo acerca de impedimentos matrimoniales, hicieron saber que no procedían contra la voluntad, sino con el permiso y la autoridad de la Iglesia(42), cuyo parecer acostumbraron a consultar y aceptar reverentemente en las controversias sobre la honestidad de los nacimientos(43)., sobre los divorcios(44) y, finalmente, sobre todo lo relacionado de cualquier modo con el vínculo conyugal(45). Con el mejor derecho, por consiguiente, se definió en el concilio Tridentino que es potestad de la Iglesia establecer los impedimentos dirimentes del matrimonio(46) y que las causas matrimoniales son de la competencia de los jueces eclesiásticos(47).

Intento de separar contrato y sacramento

12. Y no se le ocurra a nadie aducir aquella decantada distinción de los regalistas entre el contrato nupcial y el sacramento, inventada con el propósito de adjudicar al poder y arbitrio de los príncipes la jurisdicción sobre el contrato, reservando a la Iglesia la del sacramento. Dicha distinción o, mejor dicho, partición no puede probarse, siendo cosa demostrada que en el matrimonio cristiano el contrato es inseparable del sacramento. Cristo Nuestro Señor, efectivamente, enriqueció con la dignidad de sacramento el matrimonio, y el matrimonio es ese mismo contrato, siempre que se haya celebrado legítimamente. Añádese a esto que el matrimonio es sacramento porque es un signo sagrado y eficiente de gracia y es imagen de la unión mística de Cristo con la Iglesia. Ahora bien: la forma y figura de esta unión está expresada por ese mismo vínculo de unión suma con que se ligan entre sí el marido y la mujer, y que no es otra cosa sino el matrimonio mismo. Así, pues, queda claro que todo matrimonio legítimo entre cristianos es en sí y por sí sacramento y que nada es más contrario a la verdad que considerar el sacramento como un cierto ornato sobreañadido o como una propiedad extrínseca, que quepa distinguir o separar del contrato, al arbitrio de los hombres. Ni por la razón ni por la historia se prueba, por consiguiente, que la potestad sobre los matrimonios de los cristianos haya pasado a los gobernantes civiles. Y si en esto ha sido violado el derecho ajeno, nadie podrá decir, indudablemente, que haya sido violado por la Iglesia.

Los principios del naturalismo

13. ¡Ojalá que los oráculos de los naturalistas, así como están llenos de falsedad y de injusticia, estuvieran también vacíos de daños y calamidades! Pero es fácil ver cuánto perjuicio ha causado la profanación del matrimonio y lo que aún reportará a toda la sociedad humana. En un principio fue divinamente establecida la ley de que las cosas hechura de Dios o de la naturaleza nos resultaran tanto más útiles y saludables cuanto se conservaran más íntegras e inmutables en su estado nativo, puesto que Dios, creador de todas las cosas, supo muy bien qué convendría a la estructura y conservación de las cosas singulares, y las ordenó todas en su voluntad y en su mente de tal manera que cada cual llegara a tener su más adecuada realización. Ahora bien: si la irreflexión de los hombres o su maldad se empeñara en torcer o perturbar un orden tan providentísimamente establecido, entonces las cosas más sabia y provechosamente instituidas o comienzan a convertirse en un obstáculo o dejan de ser provechosas, ya por haber perdido en el cambio su poder de ayudar, ya porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y el atrevimiento de los mortales. Ahora bien: los que niegan que el matrimonio sea algo sagrado y, despojándolo de toda santidad, lo arrojan al montón de las cosas humanas, éstos pervierten los fundamentos de la naturaleza, se oponen a los designios de la divina Providencia y destruyen, en lo posible, lo instituido. Por ello, nada tiene de extrañar que de tales insensatos e impíos principios resulte una tal cosecha de males, que nada pueda ser peor para la salvación de las almas y el bienestar de la república.

Frutos del matrimonio cristiano

14. Si se considera a qué fin tiende la divina institución del matrimonio, se verá con toda claridad que Dios quiso poner en él las fuentes ubérrimas de la utilidad y de la salud públicas. Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo relativo a la propagación del género humano, tiende también a hacer mejor y más feliz la vida de los cónyuges; y esto por muchas razones, a saber: por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante, por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que brota del sacramento. Es también un medio eficacísimo en orden al bienestar familiar, ya que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza y estén de acuerdo con los consejos de Dios, podrán de seguro robustecer la concordia entre los padres, asegurar la buena educación de los hijos, moderar la patria potestad con el ejemplo del poder divino, hacer obedientes a los hijos para con sus padres, a los sirvientes respecto de sus señores. De unos matrimonios así, las naciones podrán fundadamente esperar ciudadanos animados del mejor espíritu y que, acostumbrados a reverenciar y amar a Dios, estimen como deber suyo obedecer a los que justa y legítimamente mandan amar a todos y no hacer daño a nadie.

La ausencia de religión en el matrimonio

15. Estos tan grandes y tan valiosos frutos produjo realmente el matrimonio mientras conservó sus propiedades de santidad, unidad y perpetuidad, de las que recibe toda su fructífera y saludable eficacia; y no cabe la menor duda de que los hubiera producido semejantes e iguales si siempre y en todas partes se hubiera hallado bajo la potestad y celo de la Iglesia, que es la más fiel conservadora y defensora de tales propiedades. Mas, al surgir por doquier el afán de sustituir por el humano los derechos divino y natural, no sólo comenzó a desvanecerse la idea y la noción elevadísima a que la naturaleza había impreso y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los mismos matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha debilitado mucho aquella fuerza procreadora de tan grandes bienes. ¿Qué de bueno pueden reportar, en efecto, aquellos matrimonios de los que se halla ausente la religión cristiana, que es madre de todos los bienes, que nutre las más excelsas virtudes, que excita e impele a cuanto puede honrar a un ánimo generoso y noble? Desterrada y rechazada la religión, por consiguiente, sin otra defensa que la bien poco eficaz honestidad natural, los matrimonios tienen que caer necesariamente de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y de la peor tiranía de las pasiones. De esta fuente han manado múltiples calamidades, que han influido no sólo sobre las familias, sino incluso sobre las sociedades, ya que, perdido el saludable temor de Dios y suprimido el cumplimiento de los deberes, que jamás en parte alguna ha sido más estricto que en la religión cristiana, con mucha frecuencia ocurre, cosa fácil en efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parezcan apenas soportables y que muchos ansíen liberarse de un vínculo que, en su opinión, es de derecho humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de caracteres, o las discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera de ellos, o el consentimiento mutuo u otras causas aconsejen la necesidad de separarse. Y si entonces los códigos les impiden dar satisfacción a su libertinaje, se revuelven contra las leyes, motejándolas de inicuas, de inhumanas y de contrarias al derecho de ciudadanos libres, pidiendo, por lo mismo, que se vea de desecharlas y derogarlas y de decretar otra más humana en que sean lícitos los divorcios.

16. Los legisladores de nuestros tiempos, confesándose partidarios y amantes de los mismos principios de derecho, no pueden verse libres, aun queriéndolo con todas sus fuerzas, de la mencionada perversidad de los hombres; hay, por tanto, que ceder a los tiempos y conceder la facultad de divorcio. Lo mismo que la propia historia testifica. Dejando a un lado, en efecto, otros hechos, al finalizar el pasado siglo, en la no tanto revolución cuanto conflagración francesa, cuando, negado Dios, se profanaba todo en la sociedad, entonces se accedió, al fin, a que las separaciones conyugales fueran ratificadas por las leyes. Y muchos propugnan que esas mismas leyes sean restablecidas en nuestros tiempos, pues quieren apartar en absoluto a Dios y a la Iglesia de la sociedad conyugal, pensando neciamente que el remedio más eficaz contra la creciente corrupción de las costumbres debe buscarse en semejantes leyes.

Males del divorcio

17. Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que el divorcio lleva consigo. Debido a él, las alianzas conyugales pierden su estabilidad, se debilita la benevolencia mutua, se ofrecen peligrosos incentivos a la infidelidad, se malogra la asistencia y la educación de los hijos, se da pie a la disolución de la sociedad doméstica, se siembran las semillas de la discordia en las familias, se empequeñece y se deprime la dignidad de las mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la sensualidad de los maridos. Y puesto que, para perder a las familias y destruir el poderío de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos los diques.

Su confirmación por los hechos

18. Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con el renovado recuerdo de los hechos se harán más claras todavía. Tan pronto como la ley franqueó seguro camino al divorcio, aumentaron enormemente las disensiones, los odios y las separaciones, siguiéndose una tan espantosa relajación moral, que llegaron a arrepentirse hasta los propios defensores de tales separaciones; los cuales, de no haber buscado rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer que se precipitara en la ruina la propia sociedad civil. Se dice que los antiguos romanos se horrorizaron ante los primeros casos de divorcio; tardó poco, sin embargo, en comenzar a embotarse en los espíritus el sentido de la honestidad, a languidecer el pudor que modera la sensualidad, a quebrantarse la fidelidad conyugal en medio de tamaña licencia, hasta el punto de que parece muy verosímil lo que se lee en algunos autores: que las mujeres introdujeron la costumbre de contarse los años no por los cambios de cónsules, sino de maridos. Los protestantes, de igual modo, dictaron al principio leyes autorizando el divorcio en determinadas causas, pocas desde luego; pero ésas, por afinidad entre cosas semejantes, es sabido que se multiplicaron tanto entre alemanes, americanos y otros, que los hombres sensatos pensaran en que había de lamentarse grandemente la inmensa depravación moral y la intolerable torpeza de las leyes. Y no ocurrió de otra manera en las naciones católicas, en las que, si alguna vez se dio lugar al divorcio, la muchedumbre de los males que se siguió dejó pequeños los cálculos de los gobernantes. Pues fue crimen de muchos inventar todo género de malicias y de engaños y recurrir a la crueldad, a las injurias y al adulterio al objeto de alegar motivos con que disolver impunemente el vínculo conyugal, de que ya se habían hastiado, y esto con tan grave daño de la honestidad pública, que públicamente se llegara a estimar de urgente necesidad entregarse cuanto antes a la enmienda de tales leyes. ¿Y quién podrá dudar de que los resultados de las leyes protectoras del divorcio habrían de ser igualmente lamentables y calamitosas si llegaran a establecerse en nuestros días? No se halla ciertamente en los proyectos ni en los decretos de los hombres una potestad tan grande como para llegar a cambiar la índole ni la estructura natural de las cosas; por ello interpretan muy desatinadamente el bienestar público quienes creen que puede trastocarse impunemente la verdadera estructura del matrimonio y, prescindiendo de toda santidad, tanto de la religión cuanto del sacramento, parecen querer rehacer y reformar el matrimonio con mayor torpeza todavía que fue costumbre en las mismas instituciones paganas. Por ello, si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a ese peligro y ruina universal, que desde hace ya tiempo vienen proponiendo las criminales hordas de socialistas y comunistas. En esto puede verse cuán equivocado y absurdo sea esperar el bienestar público del divorcio, que, todo lo contrario, arrastra a la sociedad a una ruina segura.

Conducta de la Iglesia frente al divorcio

19. Hay que reconocer, por consiguiente, que la Iglesia católica, atenta siempre a defender la santidad y la perpetuidad de los matrimonios, ha servido de la mejor manera al bien común de todos los pueblos, y que se le debe no pequeña gratitud por sus públicas protestas, en el curso de los últimos cien años, contra las leyes civiles que pecaban gravemente en esta materia(48); por su anatema dictado contra la detestable herejía de los protestantes acerca de los divorcios y repudios(49); por haber condenado de muchas maneras la separación conyugal en uso entre los griegos(50); por haber declarado nulos los matrimonios contraídos con la condición de disolverlos en un tiempo dado(51); finalmente, por haberse opuesto ya desde los primeros tiempos a las leyes imperiales que amparaban perniciosamente los divorcios y repudios(52). Además, cuantas veces los Sumos Pontífices resistieron a poderosos príncipes, los cuales pedían incluso con amenazas que la Iglesia ratificara los divorcios por ellos efectuados, otras tantas deben ser considerados como defensores no sólo de la integridad de la religión, sino también de la civilización de los pueblos. A este propósito, la posteridad toda verá con admiración los documentos reveladores de un espíritu invicto, dictados: por Nicolás II contra Lotario; por Urbano II y Pascual II contra Felipe I, rey de Francia; por Celestino III e Inocencio III contra Felipe II, príncipe de Francia; por Clemente VII y Paulo III contra Enrique VIII, y, finalmente, por el santo y valeroso pontífice Pío VII contra Napoleón, engreído por su prosperidad y por la magnitud de su Imperio.

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